Confieso que soy una adicta. Una adicta al fósforo. Me levanto por la mañana y en el baño compruebo que estoy rodeada de productos de higiene y cosmética que contienen fósforo: el gel de ducha, el champú y hasta la crema hidratante. Voy a la cocina a desayunar y friego los platos del día anterior con lavavajillas; luego pongo la lavadora y compruebo que ambos detergentes están fabricados con tensioactivos aniónicos (es decir, polifosfatos). Y ni qué decir del desayuno, todos los alimentos de mi despensa han recibido su buena dosis de fósforo. Soy una adicta. Todos lo somos.

La agricultura es dependiente de fósforo, y la ganadería lo es de la agricultura, sobre todo, la ganadería intensiva. Los cultivos necesitan crecer tomando fósforo del suelo, pero según sean las condiciones, el fósforo puede encontrarse en una forma química fácilmente asimilable por las raíces de las plantas, o puede quedar completamente mineralizado dejando así de estar disponible. También puede hallarse en una situación intermedia, en la que las raíces deben batirse el cobre para captarlo, compitiendo por cada molécula de fosfato con el resto de organismos vivos, porque el suelo está lleno de vida y es mucho más complejo de lo que parece a simple vista.

Sabiamente, el 90% de las especies de plantas terrestres han decidido cooperar en lugar de competir, y cuentan con algún tipo de acuerdo comercial ‘import-export’ con ciertos microorganismos que son los verdaderos encargados de buscar y atrapar los nutrientes a cambio de una dulce recompensa de carbohidratos vegetales generados por fotosíntesis. Se trata de las micorrizas (del griego ‘mykos’, hongo, y ‘rhiza’, raíz). Estos acuerdos son de diferentes tipos y, en muchos casos, constituyen relaciones de simbiosis imprenscindibles, tanto para la supervivencia de la planta, como del hongo microscópico.

No en vano, este éxito comercial lleva perfeccionándose desde hace unos 400 millones de años, y ha permitido que las plantas colonicen hasta los suelos más infértiles. La micorriza crece dentro del suelo en largos hilillos (hifas) de varias decenas de metros que terminan, literalmente, abrazando la raíz de la planta y dotándola de una extensión capaz de recoger agua y nutrientes de una superficie entre 10 y 40 veces mayor que la que cubre la raíz vegetal propiamente dicha.

Un equipo de investigación del CSIC de Granada ha descubierto que las micorrizas ayudan a combatir la sequía en las plantas porque activan las aquaporinas que mejoran la capacidad de transportar agua en la raíz. Foto: Gabriela Quiroga García.

Para las plantas que tienen prisa en crecer, léase cultivos, el fósforo se añade mediante fertilizantes o con estiércol (a la vieja usanza). Más vale que sobre, que no que falte. Sin embargo, la química del suelo es obstinada y no por añadir los fertilizantes a carretones se consigue un cultivo proporcionalmente más vigoroso. Llega un momento en que, simplemente, se pierde dinero. Para ser asimilado por la planta, ese fósforo añadido debe estar disuelto en agua (fosfato desprotonado), pero el fosfato es también capaz de insolubilizarse y quedar intacto incluso dentro del agua.

El mejor ejemplo son los dientes. Nuestros dientes están básicamente compuestos por un mineral de fosfato de calcio (apatita) y flúor, y no se nos deshacen, y al igual que los huesos (también hechos de apatita) resisten el paso del tiempo y la erosión, incluso, varios siglos después de muertos. Sólo una infección de caries producida por un puñado de bacterias superespecializadas pueden robarle sus componentes fosfóricos a la fluoro-apatita dental. 

Los suelos de natural muy ricos en calcio (suelos calcáreos) son obstinadamente infértiles porque el fósforo añadido se mineraliza e insolubiliza rápidamente en forma de apatita. Igualmente, las masas de agua, ricas en calcio, por estar ubicadas en cuencas de suelos calcáreos son, comparativamente, más infértiles que las ubicadas en suelos silíceos. El hermoso color turquesa que admiramos en los lagos alpinos y las playas caribeñas, no es más que el efecto óptico de la luz del sol difractándose en aguas infértiles, precisamente, porque en ellas el fósforo ha quedado casi inmovilizado por completo al precipitar como apatita en el sedimento.

El color turquesa de los lagos alpinos (como éste en el macizo Belledonne, Francia) resulta de la difracción de la luz solar que penetra en una masa de agua donde apenas encuentra otro tipo de partículas que no sean moléculas de H2O e hidroxi-apatita en suspensión. Foto: Enya Delannoy.

Para retornar ese fósforo mineral al agua de nuevo, se necesitaría una intensa actividad microbiana que acidificara el sedimento aunque, precisamente la falta de fertilidad en este tipo de sistemas limita considerablemente el desarrollo de esa vida microbiana. Es la pescadilla que se muerde la cola: demasiado infértil para generar suficiente masa crítica que propicie la putrefacción del sedimento y permita liberar el fósforo que ayude a fertilizar las aguas.

Eso es así en condiciones naturales, porque cuando esa masa de agua calcárea e infértil, con todo su sedimento cargado de apatita recibe aguas residuales, cada molécula de fosfato que entre reaccionará con el calcio, se insolubilizará y precipitará al fondo como apatita mineral, hasta que en un momento dado (posiblemente, durante los calurosos días de verano) se acidifique el sedimento, y el fosfato antes inmovilizado, retorne libre a la columna de agua donde creará el caos. Es decir, la eutrofización. Comparativamente, cuando esto sucede en una masa de agua pobre en calcio (como en los suelos de una cuenca silícea), el drama de la eutrofización se desencadena con mucha mayor rapidez.

Una sociedad adicta a un elemento no renovable, el fósforo, está abocada al fracaso. La humanidad ya ha padecido otras crisis mundiales por su escasez. En los siglos XVIII y XIX se desenterraban huesos de los cementerios, se perforaba el terreno para encontrar coprolitos (heces fosilizadas), y se recorría el mundo buscando islotes de guano. No se malgastaba ni una pizca de estiércol ni orines. Durante el auge del imperio británico, no se tenían remilgos en cargar barcos llenos de huesos procedentes del saqueo de las catacumbas de Silicia o de los campos de batalla de Crimea y Waterloo. Había que fomentar la agricultura para paliar el hambre de la población.

Si un ciudadano europeo de siglos pasados levantara la cabeza y viera cómo desperdiciamos el estiércol, quedaría horrorizado. La universidad de Iowa (EEUU) ha calculado la cantidad de estiércol producido por los humanos y la ganadería intensiva en cada cuenca hidrográfica de Iowa, un Estado con 3,2 millones de habitantes y 110 millones de cabezas de ganado (cerdos, gallinas, pavos y vacas).

El resultado es que en cada una de esas cuencas se produce tanto estiércol como en una gran urbe (Londres, Tokio o Nueva York). En total, toda Iowa equivale a la porquería que generarían 168 millones de habitantes juntos. Aunque una parte de ese estiércol se recicla de nuevo en la agricultura (maíz) que da de comer al ganado, las pérdidas en este sistema en el que un estado entero se ha convertido en una mega-macrogranja, no sólo han dejado los ríos de allí contaminados, sino que como esos ríos son afluentes del Mississippi, el nitrógeno de los purines de Iowa alcanza el litoral del Golfo de México, a unos 1600 kilómetros de distancia, y lo hace cada vez en mayor cantidad. Ya podemos ir diciendo bye-bye al turquesa de las playas caribeñas.

Esquema básico del funcionamiento de una estación depuradora de aguas residuales (EDAR). Fuente: EMASESA.

En Dinamarca, en cambio, utilizan las depuradoras municipales como verdaderas factorías para la producción de energía y elementos no renovables (biorefinerías), como el fósforo en forma de cristales de estruvita, que es vendido como fertilizante para la agricultura. Sin embargo, aquí nos dedicamos a desear poder tener lo que ya tienen en Dinamarca. Con el sutil acrónimo DESEAR, los expertos nacionales en tecnologías de depuración de aguas residuales y economía circular claman al cielo pidiendo que cambie el marco normativo para que no se penalice fiscalmente la producción de biogás en las plantas de depuración de aguas residuales (pues actualmente se equipara el biogás a la energía producida por combustibles fósiles); y también que se fomente la reutilización y venta de subproductos como la estruvita que, actualmente, no está catalogada como fertilizante sino como residuo.

Las maravillosas propiedades de las microalgas atraen la atención de niños y mayores, como en la Feria del a Ciencia organizada por la Universidad Pablo de Olavide en colaboración con la empresa biotecnológica G2G Algae Solutions.

En este sentido, el proyecto TRANSDMA explora diversas estrategias innovadoras, como la tecnología de biofertilizantes basados en microalgas cultivadas mediante el aprovechamiento de la corriente concentrada de nutrientes que se genera durante la deshidratación mecánica de los fangos producidos en una EDAR. Pero, como en toda economía circular que se precie, es necesario empezar por reducir la demanda de elementos no renovables, como el fósforo. Los propios consumidores podemos ejercer un gran poder sobre la ley de la oferta y la demanda, pese a que, por el momento, la oferta de productos de limpieza totalmente libres de fósforo se reduce a una o dos marcas de lavavajillas, fregasuelos y detergentes.

El resto de marcas comercializan ajustan su oferta en el contenido de compuestos de fósforo de su formulación al límite impuesto por la legislación. Sin embargo, para un elemento no renovable, ese límite debería ser cero. Especialmente, en Sevilla, donde, al igual que en gran parte del territorio peninsular, abundan las aguas silíceas (aguas blandas) que ni siquiera necesitan la acción secuestradora del fósforo porque no son aguas duras (ricas en calcio).

Imagen satélite de una nube de polvo sahariano sobre el Atlántico en dirección a América del Sur, donde el fósforo  que transporta este polvo contribuirá a fertilizar la selva amozónica. Foto: NASA.

Si el polvo sahariano que cruza el océano Atlántico es capaz de fertilizar la Amazonia, los episodios de calima en la península ibérica deberían entenderse como un auténtico maná que cae del cielo (y eso que nos ahorramos en fertilizantes agrícolas). Solo si somos capaces de una elección responsable de productos libres de fósforo por parte de nosotros, los consumidores, y de emplear un sabio reciclado de los lodos de las depuradoras municipales en todas sus versiones tecnológicas presentes y futuras, podremos hacer frente al agotamiento de los yacimientos de roca fosfatada en este siglo sin crear una crisis alimentaria monumental. El turquesa de nuestras aguas que ya se ha perdido, eso ya tiene poco arreglo porque prevenir es, en realidad, la única solución frente a la eutrofización.


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Profesora Titular de Ecología, Dep. Biología Vegetal y Ecología (Universidad de Sevilla) y colaborada en el proyecto TRANSDMA. "Proyecto de la Universidad Pablo de Olavide financiado por la Consejería...