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Silencio. Calles desiertas. Silencio. Tan solo roto por el sonido lejano de un claxon y el motor de un viejo vespino. En el ambiente, aroma a césped de batalla. A noche de héroes y figuras legendarias. ¿Qué ha pasado, se preguntaban algunos?

Al otro lado de la ciudad, las luces devoraron a las sombras. Los “cuentan las lenguas antiguas” se entremezclaron con “y es por eso que hoy vengo a verte”. Bailes. Risas. Llantos. Albero y farolillos de colores. Recuerdos de los que no estaban. Los presentes, eran conocedores de que lo que habían visto, quedaría grabado en sus retinas para la eternidad. Sí o sí. Una zurda bañada en diamantes había roto su alma para dársela a un balón. Una pelota que no tenía otro destino que abrir las puertas de la historia. Pasa. Siéntate y ponte cómodo, porque volveremos a vernos.

Se había roto el maleficio. Tú, que derramaste tantas lágrimas de tristeza. Tú, que volviste a casa frustrado por una nueva derrota. Tú, que estuviste en segunda b durante quince amargos días. Tú, que soportaste los saqueos y guerras de poder en tu propia casa. Tú, que te preguntabas una y otra vez por qué habías elegido el camino del sufrimiento como sendero de tus pasos. Mirabas al cielo y sabías que todo había merecido la pena. Porque aprender aprendiste a querer por encima de todo unos colores y un escudo. Estuviste en las malas y aprendiste que el resultado daba igual. Que tu pasión no entendía de derrotas. Que al Sevilla se le quiere por lo que hace y por lo que no hace. En definitiva, por cómo es. Te negaste a creer que eso era el comienzo de algo grande. Pensaste que tu Sevilla no ganaría nunca un título europeo. Te equivocaste. Bendita equivocación.  

Don Antonio Puerta despertó el gen ganador del Sevilla. Ese que estaba dormido en lo más profundo de todos los corazones. Te hizo creer. Te enseñó a confiar ciegamente en tu equipo y te mostró cómo podías cambiar las lágrimas por sonrisas. La de él, fue la primera. Diez años después, el Sevilla lucha por su quinta. Ya no eres aquel niño derrotado. Has crecido y sabes qué eres por encima de todo, sevillista. Porque estás hecho de otra pasta. Porque tu sentimiento se forjó a base de decepciones. Porque tras recibir un gol en contra se te hincha la vena del cuello y pegas un grito desgarrador anunciando venganza, ¡SEVILLA! ¡SEVILLA! ¡SEVILLA!

Recuerdas ese niño. Esas lágrimas. Ese sufrimiento. Lo tienes claro, no quieres volver ahí. Apartas ese lugar de tu cabeza. Te olvidas de lo que te hace débil y luchas por cada momento de gloria. Cada momento que te pertenece. Tú eres de los que nunca se rinde. Solo tienes en mente una cosa, las noches europeas son para ti. La derrota no existe en tu vocabulario. El balón rueda en el césped y sabes que los tuyos, los de colorao, van a dejarse la piel por ganar.

Silencio. Calles desiertas. Silencio. ¿Qué ha pasado, se preguntaban algunos? El vespino del abuelo arrancó desde el Sánchez-Pizjuán dejando atrás una humareda de buenos recuerdos tras aquel zurdazo en el 116. Nos vemos a mi vuelta, recitó. Se hizo muchas horas de carretera. Vio lo que nunca imaginó. Vio cómo se paró el reloj en el minuto 93. Admiró a un titán negro sobrevolando por encima de murciélagos. Creyó ver a un portero metiendo un gol y el despertar de un delantero fabuloso en una gran final. Observó cómo hincaba la rodilla el gigante ante el supercampeón de Europa y parar penaltis imposibles. Hasta se pellizcó en cuatro ocasiones para saber si estaba durmiendo. Eindhoven, Glasgow, Turín y Varsovia.

Sigue soñando abuelo. Que a tu vespino le queda mucho por recorrer. Que diez años no son nada. Sigue disfrutando de tu Sevilla, abuelo. Como siempre has hecho. En las buenas y en las malas. Ríe, canta y llora. Pero hazlo siempre en blanquirrojo. Vamos, abuelo. Llévame una vez más a otra final. Juntos lo vamos a lograr.