Pongan ustedes en Google la palabra más repetida de la Semana Santa.

Si hubiera un buscador así, y pudiéramos escudriñar sus averiguaciones, la palabra «valla» sería el comodín recurrente y recurrido, primero por los que han vivido en primera persona esta semana que se termina y luego, por mera repetición, la escucharían de labios de los que lo saben porque les han contado tal o cual otra cosa o la han escuchado en ese Llamador radiofónico, que va caminando acompañado de otros medios que aprovechan (también) la inmediatez de Internet.

Las vallas, que han cuartelado Sevilla como en tiempos de Olavide, nos han regalado un nuevo callejero, un renovado mapa de la ciudad con adarves y arrabales que no es recomendable pisar si quieres volver vivo a los lugares por donde pasan las cofradías. Las vallas de Juan Espadas, criticadas y vilipendiadas, a veces consideradas un estorbo, no han hecho más que parangonar Sevilla a grandes eventos que necesitan una seguridad específica.

Si cualquier chancleta se sube a un escenario y canta cuatro cosillas y se monta un dispositivo de altura, no diseñar una estrategia de protección para la Semana Santa era ya una omisión difícilmente comprensible. En un estadio, en una explanada, en cualquier recinto de ferias se dispone un circuito que permite controlar aforos y afluencias, y facilita que no se repitan tragedias como la del Madrid Arena, que marcaron para siempre la vida de las personas que allí estaban disfrutando y trabajando, en una responsabilidad compartida que a veces cuesta comprender, pero cuya comprensión es ineludible.

La Semana Santa no tiene lugar en un espacio cerrado. Las propias calles y plazas que convierten la ciudad en ese poético paraíso que cantaron los poetas y soñamos los pregoneros, es a la vez la peor trampa, o puede llegar a serlo si ocurre algo que no pueda preverse. Todos los años hemos presenciado ensayos de seguridad, progresivamente más severos y estrictos, contestados virulentamente por el pueblo pero efectivos al fin de la Semana Santa en el balance del CECOP.

Ese Centro de Coordinación Operativa que aliena y protege hace posible que sigamos repitiendo vivencias y sentimientos, que contribuye a eternizar una fiesta que, siempre igual y siempre variable, se nos pone entre las manos cada año. La Semana Santa de las vallas…y la Semana Santa del maniquí, que nadie lo ha mencionado pero lo traigo yo porque me parece que no nos damos cuenta a veces de lo que ocurre a nuestra vera. 

Somos maniquíes, sí. Nos ponen en este escaparate de las vanidades, nos visten a la moda de cada año y, cuando pasa nuestro tiempo, nos retiran. A cada uno, según nuestra actitud, nos colocan simulando ser aquello que mejor nos pega. Y un año las vallas, y otro las carreritas y otro a saber qué, pero la vida va pasando y nos parece que no ha pasado en realidad. Esta Semana Santa, la única que se escribe con mayúsculas de todo el año (las Semanas del Corte Inglés duran quince días y no son semanas), convierte las calles en ruedas de reconocimiento mucho mejores que la mía.

A un lado, los que contemplan. A otro, los contemplados. De una parte, los que convidan. De otro los convidados. Y nada cambia. Y a esta hora pasa la Macarena por delante mía. Y en ella me reconozco en la rueda del tiempo y de la vida. Con esta Esperanza que rompe la madrugada y la revela escenario de maravillas, pongo de nuevo a rodar la existencia y las palabras. Ella no defrauda a nadie. Ella conquista y dice siempre la verdad. La Esperanza quita las vallas del corazón.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...