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En los pasillos de mármoles y escayolas albero y blanco de la Facultad de Geografía e Historia aprendí muchas más cosas de las que contenían los libros de la Dante o la sala de manuales (busquen un licenciado o graduado que haya sido egresado de ese castillo espiritual y les dará rendida cuenta de los detalles).

Me enriquecí con tan variado repertorio de conocimientos que, cada día, no sólo llegaba dispuesto a sumar a la memoria cierto detalle o circunstancia histórica, sino que aguardaba, bien apostado y vigilante, esa novedad que pusiera al día el color que otros asuntos vitales le quitaban.

Lo que hoy vengo a reseñar no ocurrió en los años de Historia del Arte, aunque perfectamente podría haberse dado. Por aquel entonces, las geniales ocurrencias de Álvaro Recio, Alfredo Morales, María Jesús Sanz, Juan Miguel González y otros tantos nombres venerandos daban para tanto que no se podía esperar más. Era tan divertido escuchar las ocurrencias del profesor Valdivieso que, si aquel día no habías reído, sabías que tras las explicaciones de la clase de Contemporáneo tendrías, de seguro, algo para contar. No, no fue entonces.

Tuve que esperar a que el maravilloso mundo de la antropología se desplegara ante mis ojos. Fue entonces, en aquella lúgubre y gigante aula de la planta superior, a media entrada como las plazas de toros con los carteles regulares, donde un buen día, un compañero bastante distinto a mí me descubrió algo que, a priori, no podía entender: la música pop había aportado a la música de iglesia uno de sus cantos más repetidos y repetitivos.

Si no lo saben, pídanle, como antes, a un católico practicante que les cante aquello de “En este mundo que Cristo nos da, hacemos la ofrenda del pan”. Jamás se me hubiera pasado por la mente que aquella melodía, que alguno convirtió en marcha procesional en curioso rebote, perteneciera al acervo de un cantante de Minnesota que el mundo conoció como Bob Dylan. Recordé entonces el “Padre nuestro tú que estás” y otras aberraciones por el estilo. Pero aunque no me guste, debo reconocer que se asentó en el corazón del pueblo.

Si Dylan le escribió a Dios una canción sin saberlo, quizás Bowie estaba buscando a Dios cuando escribió a Bob. Eso nadie puede saberlo. Los dos estaban haciendo un canto de ofertorio. Bowie puso en pie unos versos “acerca de un joven extraño”, un joven de origen judío que acabó revolucionando el mundo con sus palabras “con sabor a pegamento”. Y todo me suena demasiado extraño pero convincente.

Ahora que te has ido, Bowie, ahora que tienes oportunidad de pararte un momento con un Bob Dylan mucho más grande que el que conociste en la tierra, quiero, en tu honor y en tu memoria, traer a la rueda de reconocimiento a los que, sin saberlo ni buscarlo, se encontraron con el bien, lo llevaron a todas partes y no encontraron eco. Tú, David, fuiste un incomprendido, como lo somos muchos, pero me alegra saber que viviste como quisiste, como te apeteció.

En mi rueda de reconocimiento, también todos aquellos que no pusieron interés en comprenderte. Ellos se lo han perdido. Que alguno de esos (ojalá algún día) cuando escuche la canción de Dylan, sepa que estarás en un buen sitio. Porque los bichos malos nunca mueren. Y digo yo que si no mueren, viven con Dios. El Dios al que cantó Bob Dylan sin saberlo. El Dios que Bowie, quizás sin quererlo, ha encontrado ya. Pásalo bien, “hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo”.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...