francis segura 13 nov 15

Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos sido conscientes de vivir un momento histórico, una situación que, con el paso de los años, sería digna de contarse a los que vinieran tras de nosotros o caminaran a nuestro lado para aprender y escuchar, como hacemos con los ancianos que han recorrido el mismo apasionante camino que a nosotros nos espera.

Todos, alguna vez, hicimos un hueco en la agenda, perdimos clases, dejamos la comida colgada en casa y le dimos calabazas a la pretendencia para sentarnos en el suelo a protestar, pegar saltos de alegría ante una fachada monumental o disfrutar de un silencio o de una palabra que no volverían a escucharse, de la misma manera, nunca más.

Algo así me ocurrió cuando, tras una de mis agotadoras tardes de clases, antes de dormir, a modo de acto de contrición por los olvidos de la jornada, me propuse escuchar, en lengua vernácula, el discurso que Carme Forcadell, presidenta del Parlament de Catalunya, pronunció el pasado 26 de octubre, iniciando un proceso abortado por el Tribunal Constitucional para impedir la separación de Cataluña (nótese que escribo Catalunya y Cataluña en líneas subsiguientes y no se me caen los anillos).

Lo quise escuchar, aún con mis torpes conocimientos de catalá, precisamente en la lengua, porque ya dijo Umberto Eco «traduttore tradittore». Tuve la sensación de estar presenciando algo único, que marcaría nuestra vida para siempre, por muy lejana que Catalunya se encuentre de nuestro sur acomodado y complaciente. Escuché a la Forcadell haciendo poesía de un sentimiento histórico, de una correspondencia entre sueños y voluntades que me conmovió hondamente, porque a pesar de la conducta delictiva la sentí emocionada, consciente del gran paso que daba hacia adelante dentro de sus convicciones y a favor de todo por lo que había peleado tanto desde la Assemblea Nacional Catalana.

Fue un discurso a la antigua usanza, como se hacía antes la política, poniendo en cada palabra la hondura de quien sabe que hace verdad con lo que dice. Se me vino a la memoria la escultura de bronce de Castelar en la plaza de Candelaria de Cádiz, aunque Forcadell no pudo separarse del papel que contenía el mensaje radical que, en su corazón, cambiaba para siempre la tierra catalana. Eran palabras con carga de siglos, pero también traía un mensaje que miraba a un futuro integrador, tanto que podía antojarse utópico. Pero ¿es que la política no es siempre utopía, de unos porque proclaman lo imposible, de otros reclamando a aquellos lo que no pueden alcanzar?

A la Forcadell se le trababa la lengua a veces, tenía que parar para respirar hondo. La comprendo. Es el mensaje más importante que ha pronunciado en su vida, y, a no ser que se repita el proceso y vuelva a tocarle a ella la presidencia de la cámara, por muchos más discursos que pronuncie, ninguno tendrá la capacidad de asombrar y enmudecer que tuvo el suyo. A su alrededor, con la solemnidad de una investidura, medio Parlament bañado en fervores…y el otro medio circunspecto.

En mi rueda de reconocimiento, para liberarlos de mayor responsabilidad, aquellos que con respeto la escucharon. En mi rueda de reconocimiento, para señalarnos negativamente, los que no supieron ir más allá de la fuerza de las palabras, y no valoraron ser protagonistas de un acontecimiento que jamás se olvidará. Con las palabras puede construirse una realidad y echarla a andar. La Forcadell lo consiguió, y por eso, presunta o no, tiene mi reconocimiento. Porque a veces, el amor a la palabra te hace comprensible ante cualquier desobediencia. La palabra es lo más libre que se ha inventado.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...