francis-23-oct

En todas las profesiones y dedicaciones -incluiría también las vocaciones, pero puede que resulte demasiado eclesial (o no) para los que vienen aquí tan sólo por la curiosidad de leerme), como decía, en todos los colectivos profesionales hay escalas.

Los funcionarios tienen las suyas alfabéticas, inevitables, jerárquicas, que convierten a uno en jefazo o subalterno, como diría Paulina Rubio, con una sola palabra y «ni gestos ni miradas apasionadas» pueden a priori desordenarlo.

Las escalas, las categorías, los compartimentos estanco (algo tan propio de historiadores del arte) se repiten y se multiplican por doquier. También en los artistas hay niveles y cachés prohibitivos, y algunos más económicos, para andar por casa y grabar algún que otro anuncio que permita sobrevivir. Quiero llegar a los músicos, y llego a ellos con la confianza de alguien que medio se siente músico.

Instrumentistas los hay de diferente talla: unos virtuosos y otros aporreadores, como digo yo que soy frente a una máquina prodigiosa que hoy es la protagonista de esta rueda de reconocimiento. Bueno, más que la máquina en sí, los que hacen que suene y los que tienen las llaves en la mano o en la cajonera. Hablo del órgano, amigos, de esa preciada pieza de ingeniería, a veces reemplazada o ayudada por lo eléctrico que agoniza en muchos templos sin que nadie pueda sacarles el provecho que pueden llegar a tener.

Me acuerdo ahora de Abrahán Martínez, maestro organero, que se honra de haber devuelto la vida al órgano de Gilena, un pueblito algo perdido a los oídos de la capital pero que merece la pena conocer porque nos regaló al mago del pincel, Paco Maireles. Allí, en Gilena, un sacerdote joven, atrevido, puso pies en pared viendo como un elemento del patrimonio que le había tocado administrar dormía el sueño de los justos y guardaba el silencio de la copla («silencio para el me muero en los brazos de mi amante).

Así se mueren muchos órganos, en los brazos de esos amantes de sus teclados y sus registros que son, que somos los organistas. Ahora, estos días, en el ciclo de música de órgano que ha organizado el Ayuntamiento, vuelven a sonar en un variado programa que ha preparado, entre otros, José Jesús Ciero, intérprete saltereño en cuya patria chica andan también luchando por recuperar ese trozo de historia en la iglesia parroquial.

Hablaba yo de categorías, de escalas, de alturas. Los organistas son músicos de altura, porque, si hablamos de órganos de categoría monumental, casi todos andan por lo alto, cercanos a las bóvedas o las cubiertas de madera. Sirva como honrosa excepción el que puso en el suelo de la Escuela de Cristo otro gran maestro, Jesús Sampedro, trayendo de Alemania una pieza única en el mundo que está allí, sometida a las limitaciones de quienes pueden hacer que suene y lo acallan porque una iglesia no es un recinto de conciertos. Limitan igualmente las ceremonias específicas en las que el órgano puede sonar, haciendo obras de viento y nada las inversiones que realizan donantes y feligreses para que los órganos sean protagonistas de una liturgia a veces abandonada a la rutina y al «no podemos pararnos mucho».

En la rueda de reconocimiento hoy los organistas que no dan a valer su trabajo, cobrando cantidades míseras para sobrevivir, sin que se valore lo que aportan a la liturgia. En la rueda de reconocimiento hoy los párrocos, que no dan el paso para arreglar, aunque sea poco a poco, esos órganos que tienen y los dejan morir, lentamente, hasta que son irremplazables. En la rueda de reconocimiento quienes limitan su uso a cuatro días en el año, logrando más extrañeza que admiración. Hay que ponerse en pie. Hay que reconocer, aunque sea en la rueda, lo que el órgano aportó a la historia de muchos. Aunque fuera en la marcha nupcial, alguno bailó por dentro al son de alguno.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...