“Si miras demasiado tiempo al abismo, acabarás siendo atraído por él”, decía Nietzsche. Los monitores de esquí enseñan a no mirar nunca a los obstáculos porque está demostrado que el cuerpo tiende a girarse en la dirección que indica la mirada del esquiador.

Cuando conducimos un coche lo hacemos para llegar, desde donde estamos, a otro lugar. Sabemos a dónde queremos ir, nos sentamos en el asiento, arrancamos la máquina, hablamos con alguien que tenemos sentado al lado de cualquier película, ponemos la radio, canturreamos incluso, pensamos en el devenir de la existencia o en qué nos apetece cenar y, de repente, hemos llegado a nuestro destino. Durante todo el trayecto, mientras nuestra mente estaba absorta en todas esas actividades, nuestras manos han cambiado de marcha ochenta veces, han dirigido el volante, han puesto intermitentes… y nuestros ojos han ido buscando el camino correcto en cada momento y hasta han mirado por los espejos para controlar todo lo que había alrededor de nosotros.

Los psicólogos se encuentran con muchísimos casos de amaxofobia (pánico a conducir). Muchos sostienen que los pacientes proyectan en el coche los miedos que tienen a dirigir sus propias vidas.

No cabe duda de que, cuando alguien es capaz de conducirse bien, aumenta las posibilidades de alcanzar sus objetivos. Para empezar, quien se sube en el coche cuenta con la ventaja de saber a dónde quiere ir, lo cual es un bien escaso.

Estoy de acuerdo con Nietzsche en este caso, pero también creo que si miras demasiado tiempo a una luz, acabarás siendo atraído por ella. Actualmente, a mi alrededor rondan algunas personas que, en un momento dado, tuvieron más que claro qué querían hacer profesionalmente. Me refiero a personas que eligieron destinos muy complicados: “quiero ser escritor, aunque no lo consiga hasta los 80 años”, “dejo la carrera de medicina porque quiero ser diseñadora de moda”. Ambos dijeron estas frases hace unos cinco años. Hoy, y en este país, ambos viven de su vocación.

Hace tiempo vi una entrevista en la que Penélope Cruz contaba cómo se imaginaba de pequeña trabajando con Almodóvar cuando veía sus películas; decía que, de alguna manera, todo lo que había ido consiguiendo lo había soñado previamente (recordemos su famoso discurso en la gala de los Oscar: “I grew up in a place called Alcobendas, wherethiswasnot a veryrealisticdream…”). Penélope, en esencia, no representaba el ideal de belleza (condición de “relativa” importancia actualmente delante de una cámara), ni presentaba unas dotes interpretativas escandalosas, ni tenía un papá influyente. Considero que esa mujer se diferencia desde adolescente por su talento a la hora de conducirse. Esa mujer lleva muchos años de práctica, se subía al coche sin pensarlo, sabía a dónde quería ir desde bien pequeña; esa mujer tiene poco que envidiar a Fernando Alonso.

Está claro que en la carretera ocurren sucesos inesperados, se presentan obstáculos con los que no contábamos…Además, hay trayectos de todo tipo, algunos son muy largos y otros están llenos de curvas. Pero una cosa está clara, a conducir se aprende conduciendo.

Lo más difícil es tener el valor de decidir a dónde queremos ir. Hecho esto, hay que subirse al coche, pasar una etapa típica en la que todos sentimos inseguridad y, finalmente, hacerse con la máquina hasta poder canturrear y cambiar de marcha sin darse cuenta. Estoy segura de que a Penélope le costó más llegar a Bigas Luna que a Woody Allen.