Michael Caine en un momento de la película Alfie,dirigida por Lewis Gilbert.

Con sorna, probablemente, interrogó él en italiano tosco, ‘’Dove andiamo ballare questa sera?’’, y al emprender el viaje del aire puro hacia el humo espeso de aquella nación sin atado que era aquél club de fumadores -y pésimos bebedores- que es la vida se encontraron con la evidencia dolorosa que anunciaba aquel garçon.

-Disculpen la interrupción, pero informan que Francia y Gran Bretaña han declarado la guerra a Alemania. No se preocupen, sigan bailando.

Y con aquella exhortación frívola pasó la noche. Bailaron, y al amanecer debió partir a seguir guardando y haciendo guardar ese orgullo tan noble de lucha que siempre hizo de los británicos corderos que mutan en leones. De las campanas y semblante dorado de él brotaba nada, salvo sangre, sudor y lágrimas. Dieu et mon Droit; y qué bello, pero qué snobs estos ingleses con su corona, parecía pensar ellas a unos miles de kilómetros al sur.

Las campanas que doblaban de uno y otro eran esa llamada telefónica, ese chasquido que ata a la vida. Un león británico de faja y chaquetilla ajustada, como enredado en la muerte. La otra, faro de nonchalanes y desvelo de poetas a los que no sabía enterrar ni llevar flores. Al morir el día, el orondo primer Lord del Almirantazgo calvo, dandy, conde de sí mismo y rey de su casa iba a la sombra de la torre masculina. Mientras, escuchaba el lamento sonoro de las campanas:

Si Mencía se fuera con otro

Yo la seguiría por tierra y por mar

Y más abajo, donde Mencía, la obscuridad. Aunque había esperanza. Ese humanista jovenzuelo que se paseaba por el río con gesto nostálgico, el hombre que no atendía al error de amor a la ciudad que se lo llevó por delante, aquel otro poeta que escribía desde los tejados del Alcázar. Con los años hasta Ava Gardner le preguntaría qué era lo que la conservaba tan bien:

-El amor en la distancia-contestaba ella con altivez.

De la juventud se recuerda un día nublado de invierno estudiando su vestimenta; sus paños de sebka embobaban, como aquél azulejo homenaje a Severo Ochoa ante el que lo pajarillos hacíamos reverencia cada mañana. De vez en cuando la despertaban en la noche, una vez al año; en la bruma de Diciembre aquellos cansinos caballeros -que vestían capas débiles con cintas de colores que se diluyen fácil como la acuarela en la lluvia-.

Puede decirse que ‘cantaban’ a la virgen, ‘Dicen que alguien ya vino y se fué, Dicen que pasa las noches llorando por él’, o aquello otro de ‘no te quieres enterar, que te quiero de verdad’. Y así. Ahora a ver cómo les dice Santa Mencía que al día siguiente tienen que guardar y hacer guardar dogma de inmaculada Concepción.

Pero qué caída de ojos tiene esa torre, y san Jorge junto a ella hubiera sido valiere eterno, pero el otro quería ser Rey, ya lo llamaren Clock Tower o Elizabeth Tower.

-Despídete y serás rey- le dijeron al salir aquella noche. Y no volvió, y en el Londres de la Inglaterra quedó y sufren ambos hoy en la distancia la misma enfermedad: el Big Ben, ese san Jorge con andamiaje porque el amor hace callar sus campanas por tres años. Y al sur, Santa Mencía con andamios secando las lágrimas de sus paños de Sebka. Puede que la casualidad juegue a los dados con el Big Ben y la Giralda pero, ¿Quién no cree que dos monumentos una vez se amaron?

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...