La bruma del atardecer cae sobre los hombros como si fuera la manta que protege del dolor, del frío. Si se coge la carretera dirección al oeste desde la villa cigarrera se ha de ser consciente del peligro de descubrir el paraíso. Marisma, arrozal y tierra. La vida está hecha de lugares que parecen gritar que se tragaron a gente. Isla mínima y la Marisma de los gallegos vienen a ser los extremos de una doble dimensión en la que el ser se pregunta si todo es cierto o no es. Porque la mentira es un no es.

Uno, que no nació para pedir perdón constantemente hasta por pisar la tierra que da la vida, es capaz de poner a prueba el aguante de un Mini Cooper por caminos de tierra sembrados de socavones. El vivir es un camino de tierra cambiante con socavones que vienen a decir no, que descubren los avisos de la vida. Cada bache, cada socavón parece preguntar ‘¿y ahora qué?’, como diciendo no. Pero es que no queda más remedio que saber, como decía González Ruano en Su medio siglo confesado a medias, que será lo que Dios quiera.

En la búsqueda del sol del oeste, tras de unas Wayfarer, vienen como fantasmas esas tres negaciones que brinda el atardecer. Tennessee Williams era elegante tirando a la calle su misoginia, y tanto el Marlon Brando de Un tranvía llamado deseo como el Paul Newman de La gata sobre el tejado de zinc caliente fueron buena muestra de lo que una mujer no está ni debe estar dispuesta a permitir. De todas las negaciones hermosas de la vida, el no de una mujer debe resonar como una sentencia para quien osare a herir el alma de la naturaleza, porque ten fuertes son ellas como la propia naturaleza; y es que son lo mismo una y otra, complementadas entre sí. La vida es como esa marisma que se levanta ante los ojos, algo bello que nos permite equivocaciones pero que no perdona el arrepentimiento por lo no disfrutado. Cuando la vida dice no, se aprende de la circunstancia, se hace propia.

Lo peor de la vida es lo más bonito: el atardecer. Lo peor porque, ¿quién no querría en un bucle de atardeceres?, en lo estático de los colores en el cielo del bajo río Betis. Perdiendo el norte en el oeste, diciendo si a los socavones de los caminos que bordean Doñana, el cielo muere sin remedio… y quien lo tuviera. Al menos siempre quedan las coordenadas tatuadas en el antebrazo, no del sitio fijo, sino de ese sol del oeste que muere y da muerte al sueño diario. Ojalá la muerte diciendo no diariamente, ojalá la vida diciendo si a los rincones de la memoria en los que la tarde se desangraba en los paisajes que tragaron vidas y amores.

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...