Annibale Ninchi y Magali Noël / 'La dolce vita'

Tú a lo mejor no lo recuerdas, antes que noble, antes de ser ese Conde de las Regueras y Duque de Gozón espigado, altivo en silencio y cercano y tierno al hablar, eras lo que fuiste y lo que no existe ya, porque el tiempo es una magnitud física inabarcable pero cuantificable. Quizás nunca te importó, porque siempre fuiste impuntual, aunque todo te lo haces perdonar, Fernando, tanto que tú criticas a esa gente que va por la vida «haciéndose perdonar su existencia». Probablemente sea tu expresión favorita a la hora de definir a alguien, se te puede achacar falta de imaginación después de los años, si, pero tengamos en cuenta aquél día en que sobrevino aquél atropello y tuvimos que conocernos de golpe y nunca mejor dicho.

-¿Has llamado a Berta? Quiero que venga mi mujer.

-Si, está al llegar.

Como  te contaba, no es que tú fueras distinto, yo fuere la rara, el pulpo en el garaje, ese perro con cuernos de reno en Navidad que tuvimos cuando los hijos eran niños y no padres de nuestros nietos. No es que tú estuvieras enfadado con el mundo, es que estabas enfadado por no saber volver, siempre has sido un hombre que tenía miedo a llegar lejos, no te molestaba o te aterraba perder o ser de menos, creías y crees que naciste para sufrir o tener ese desarraigo que te hacer mirar todo como si con los ojos pudieras ver en blanco y negro. ¿Recuerdas? Tras aquellos dos días en el hospital me contaste que en no pocas ocasiones le preguntabas a tu madre cómo veía en los años 60, si veía en blanco y negro y los humanos y su vista fueron evolucionando a la vez que la televisión y el cine a la hora de ver las cosas.

Fue un segundo. Ese coche se te echó encima, o más bien te echaste tú por tu distracción, y nos miramos a través de aquél reflejo. Me agaché a reanimarte, de forma absurda te preguntaba si estabas vivo, como si pudieses responderme, y a la vez que mis rodillas se posaban en el suelo algo crujía. Eran tus gafas, tú tan miope, yo tan miope, fue como si escuchase un corazón estrellándose contra el suelo. Lo bueno de tu corazón y el mío es que se rompieron aquél día y desde entonces mis pedazos dependen de los tuyos.

-Tengo que irme a trabajar, siempre me costó mucho volver a trabajar por la tarde. Encantado de conocerla, señora, ¿Cómo dice que se llama?

Fernando del Siglo vivía en su mundo, hacía un par de años que dejó de recordar o empezó a olvidar la vida presente, la futura, la que fue siempre y será todavía, los días azules y el sol de la infancia del poeta eran su continuo volver a empezar. Al mirar a la muerte a los ojos varias décadas atrás supo que quedaba igualado en todo frente a los demás, daba igual que fuere Conde de las Regueras y Duque de Gozón, importaba poco la ascendencia noble, importaba poco el verde y azul de los acantilados y el Cantábrico que escritos llevaba en la mirada. Fernando del Siglo voló por los aires aquél día en aquella Avenida venida a más en la que muchas vidas confluían en un devenir diario y cuando dos días después despertó en aquella clínica privada, en la que la habitación era como el salón de su casa, seguía sólo y sin novedad en aquella su gris y rutinaria existencia.

-¿Cómo te fue en el trabajo hoy, Berta? Acabo de acordarme que tengo que ir a recoger a Guiomar, mi olvido de padre.

-No te preocupes, la recogí yo. Si bien anda disgustada, llámala y le pides disculpas, siempre fue la más dependiente de los cuatro, Fernando, la que más dependía de su padre.

En aquella casa señorial de color ocre que hacía esquina entre las calles Amapola y Churruca el Duque de Gozón consumía sus días entre el recuerdo y el no saber quién fue y quién era. A ráfagas recordaba aquellos días con Berta, la historia de su familia, aquella abuela que cruzó a nado el Neva en pleno Otoño, Berta con el pelo recogido por una cinta mientras el viento del Cantábrico en Agosto venía a creerse tan Dios de paso como el propio mar. Fernando del Siglo hacía dos años que empezó a dejar de ser luz y empezó a ser una sombra de lo que fue. No era ya aquél joven en el ocaso de sus 30 que las tardes de sábado veía los colores del cielo fundirse desde aquella tercera planta de aquél edificio de Muelle Heredia. Recordaba las noches de Sábado de aquellos días en que salía a pasear como queriendo encontrarse con las cariátides fantasmales vestidas de camisa blanca que retrató Revello de Toro.

Berta Beerman y Fernando del Siglo llegaron el uno a la vida del otro de forma fortuita, por un reflejo que se salía del marco de las gafas de ella, el hombre sentimental y solitaria que caía, la joven solitaria y compleja que no sabía como reaccionar.

-¿Sabe usted dónde están mis gafas, joven? Es que el otro día tuve un accidente y una señorita sin querer me las rompió, quiero arreglarlas.

Ese inicio de diálogo era la interpelación mas repetida de diario en aquella casa, y siempre encontraba la misma respuesta. Berta Beerman y Fernando del Siglo conservaron aquellas gafas rotas, como símbolo del inicio de aquella vida en común, aquello que no puede volver a pasar, aquella accidental y bendita casualidad que fue génesis de una vida en común en la que cuatro pétalos adornaban aquél ramo en común: Guiomar, Valvanera, Pelayo y Rafael. En la oscuridad de la luz de su mente, el Conde aún veía a sus hijos como los niños que fueron, o que son. En la luz de su oscuridad, el Conde aún veía a Berta Beerman como la joven a la que enamoró en aquella ruta de quince días por el Cantábrico y de la que nunca jamás se separa.

-¿Oiga, joven, y usted qué pie tiene?

-Un 38, Fernando. ¿Porqué?

-Ya sabe usted que juega en el límite porque soy como el Teniente Mario Conde, no puedo por consiguiente enamorarme de una mujer que calce menos de un 38. Paso por aquí a diario -dijo el Conde apoyándose en aquella silla de pie al tiempo que sostenía sus gafas en la misma mano que aquella taza de Earl Grey-, así que Recuérdame mañana.

Por momentos recuperaba el vigor de antaño, de aquellos días, de aquella Navidad en que se conocieron, aunque todos los días vuelven a conocerse, siempre vuelven a recordarse.