Tiene quien suscribe inclinación por vivir sólo de lo que es cierto, no de las impresiones, de un «entre líneas», de lo implícito, del darse por enterado. Gusta uno de que las cosas sean lo que tienen que ser, que sean explícitas y que de nada se tenga uno que da por enterado. Lo que nos tiene que quedar siempre es lo que es cierto, lo que pueda ser cierto y lo que necesitamos que sea cierto. Esto último no es la esperanza; «para el escritor queda lo que es cierto, lo que pudiera ser cierto, lo que quiere que sea cierto«, escuchaba el otro a Nieto Jurado, claro que quien suscribe no es Escritor, si acaso un intento de, y con letra minúscula, como Azúa cuando le interpelan como poeta y él mismo corrige, «si soy poeta entonces lo soy con la primera letra minúscula». La humildad de uno de los novísimos, Académico y con todo desvistiéndose del honor ganado porque nunca sabemos nada, pero todo.

Realmente poco doy en recordar los meses pasados, si acaso las muchas horas trabajando entre cuatro paredes por mor de un «todo va a salir bien», «saldremos más fuertes y mejores», «venga, se buena persona, son las ocho, sal a aplaudir». De lo poco que doy en recordar es que parece que todo fue un ensayo para algo, no se muy bien el qué, pero les salió bien. Pocas veces era capaz de concentrarme en las noches leyendo un libro al terminar de trabajar, o de escuchar con atención, cosa esta última bien difícil, pues siempre nos gusta -a todos sin excepción- ser escuchados antes que escuchar. Necesitamos la condescendencia disfrazada de empatía de quien en frente nos escucha, cuando contamos algo, por lo general, siempre es una pena, una desgracia, mayor o menor pero ahí queda, quizás -otras muchas veces- un buen deseo, un «ojalá» vestido de intenciones que necesitamos que no se diluyan en un mensaje que se leerá o no. Un «me desconciertan tus intenciones, necesito saber», pero es mejor que no sepas, es mejor que yo no quiera saber ni mis propias intenciones.

De aquellos días mediando Marzo, estrenando el trigésimo primer costado aquella semana, recuerdo la tarde del último día de luz, una botella de manzanilla y la misma playa en la que Miguel Mateo toreaba con La Roca presidiendo su diatriba entre la vida y la muerte. Miguelín espantaba la muerte en la playa, pero no consiguió salir de la cara sus demonios como cualquiera deseado hubiere, a tal punto llegaron los demonios y él que acabó abriéndose el vientre en vertical con unas tijeras. Quizás fue la confusión propia, o el no saber qué sería de él mañana sin el riesgo o sin las cosas del ayer. Nadie sabe qué ronda la cabeza de un hombre cuando no tiene abismo al que asomarse que le de razón de ser, y quizás pudiera con él el pensar demasiado, que siempre es un no pensar, un hecho no ejecutado con apariencia de ejecución. Sin pensamiento, igual que el corte de una cuchilla de un solo filo en el afeitado, pues se puede viajar en el rasurado de un lado a otro, de una región a otra de la cara y siempre, aunque pequeñas, quedan cicatrices de juventud.

Tuve, quizás, la buena suerte de aprender a afeitarme sólo, no tenía guía, no sabía que de abajo arriba se apura más, de hecho tras los años sigo pensando que por muy apurado que sea el afeitado de abajo arriba es mejor ser conservador -siempre- y no correr el riesgo de acabar conteniendo la sangre, algo que nunca se quiere, como Miguelín no quiso seguir sosteniendo la vida por culpa de sus demonios. Creo no mentirme ni pregonar una mala verdad si digo que a todos, como a todos los hombres, nos tocó un mal tiempo en el que vivir y un buen tiempo en el que existir. Escuchaba fascinado hace unos días a Ignacio Peyró contar que siempre prefirió la sombra, el susurro, la bambalina tras el prócer, y si, siempre es preferible, es mejor no destacar cuando se está tras de una figura, y si, también, es preferible esa vanidad a la frivolidad que acompaña el presumir de algunos que jalonan sus biografías en tuiter o LinkedIn con un «aprendiendo en (…)». No, jóvenes, cuando pasas de los 24 ya has terminado tu etapa en la que tuviste las posibilidades de aprender, la etapa en la que puedes creerte Joe Montana con el doble de protección porque nunca te vas a caer, porque no tienes responsabilidad; pasando los 24 ya has dejado de aprender y es edad de que recibas muchas lecciones y todas mientras por la calle levitas con el cuchillo en los dientes, bailando como Cole Porter, si, pero golpeando como una avispa. Fuera los mensajes positivos, muchacho, que a la vida has venido a cortarte de buena mañana y a limpiarte mas o menos bien la sangre, porque a nadie le va a importar lo mucho que se hable si no lo atronador que sea el silencio, que ya lo decía Miles Davis.

En medio del otoño sorprende siempre el no recordar, o no lo bastante, recordar es una condena, y mientras las hojas van cayendo o ya están en el suelo es algo a observar el propio cuerpo inerte rodeado de recuerdos. Recordar es condenarse a ser feliz, amar lo que se fue, lo que uno fue, lo que otros fueron con uno, amar por otro y, ¿Qué queda frente al espejo? Lo mismo que cuando a la noche la reputación y los trajes se quedan a los pies de la cama: poco y nada. Se tiende siempre a ayudar el movimiento y el gesto ya hechos, como queriendo decirle al cuerpo o a esa parte del cuerpo «de aquí no te moverás´´, sabiendo de más que nuestra voluntad no trabajará por mover lo que no se quiere. El viaje de la cuchilla de un lado a otro se va viendo todo lo que puede ser cierto, lo que no y ante la mínima duda, el corte horizontal u oblicuo nos despierta, sangre. Y es en ese momento en el que se piensa si es mejor tener la mente llena de cuchillas de afeitar preparada de forma preventiva ante cualquier hipotético ataque o si es preferible tenerla acolchada para crear algo inmortal. No sabe quien suscribe si es mejor querer parecerse a Billy Wilder o a Proust, en cualquier caso hemos venido a la vida a vivir inútilmente bien mientras pensamos si ambas pueden combinarse.

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