Arthur Ashe fotografiado por John Zimmerman

Interior noche, no sabe está parte si se escribe así o con una coña que separe esos dos mundos que son dos palabras que indican circunstancia, pompa, lugar y tragedia. El vaso es importante, el poso del mismo, siempre importa, porque mantiene el frío y la vida. Ya bien entrada la madrugada de domingo, quien suscribe lucha por no caer en el suelo con la misma fuerza que una mariposa golpea el aire, fuerza que no llega ni a alcanzar un vatio de la fuerza con que Rafael Nadal devuelve las balas de mortero que un joven tardosoviético necesario le lanza.

Medvedev es muchas cosas que no fueron o no llegaron a ser. Lo es todo en esta noche de domingo. Karpov levantando el vuelo en aquel duelo contra Kasparov cuya derrota lo condenó a la cárcel, porque la madre Rusia de Los sesenta en adelante era una nación gobernada por autócratas que innovaban: premiaba a sus héroes caídos con curas tras de barrotes y a sus dioses mortales con alcohol para que el éxito los bajase a la tierra.

Medvedev es el equipo de Hockey rojo que no sentía ni padecía de puertas a fuera y que acabó con el hielo de Lake Placid atragantado como en una de esas sobremesas del Cantábrico en las que las horas son en punto y resol y la lluvia ahoga el ánimo. Medvedev es un villano necesario en cualquier western, alguien que debería ganar siempre pero que no sabe qué sombra de Flushing Meadows le cobija.

Flushing Meadows es la antesala de la primera vista de Manhattan tras aterrizar en el JFK. No sé si decir ‘la primera vez’ porque decir ‘la primera vez’ indica asiduidad, y solo estuve en Ny una sola vez, por lo que decir de algo que solo se hizo una vez ‘la primera vez’ es presuntuoso y arriesgado, pues nunca sabemos si esa primera vez será también la última.

Por ello, aquella vez que estuve en Nueva York todo le parecía a esta parte increíble, empezando por lo de vivo: la cola de hora y media del control de pasaportes. Tantas horas de cine hacen que New York se levante ante uno como un escenario en el que ha estado cientos de veces, pero la realidad es más fuerte.

Unas pocas curvas y Flushing Meadows queda a la derecha en dirección Manhattan, y Justo ahí el estadio de Tennis más grande que existe. Una curva más a la izquierda, otra leve a la derecha, otro giro más por esa Grand Central Parkway y Manhattan se alza cortando la respiración hasta vidriar los ojos. Mientras en el margen derecho de la Grand Central Rafael Nadal se suele de hasta las pestañas, allá donde las columnas se rozan, un joven repasa su vida del 1 al 18, porque la vida es ese pasatiempo absurdo que pasa con forma de momentos de fondo en los que Rafael Nadal se ha ido haciendo esclavo liberado de todos sus destinos. Si hace unos meses conté en un obituario de Philip Roth conté cómo conocí la figura de Prefontaine durante este viaje a NY y como los Mets llamaron a mi puerta, puedo contar esta vez cómo en aquel viaje descubrí que a Dios jamás hay que pregúntale porqués.

Arthur Ashe da nombre a ese estadio de tennis que es más alto que cualquier rascacielos de Manhattan. Arthur Ashe era miope, muy miope; Ashe fue el primer tenista negro en ganar un Grand Slam, el primero en ganar una Copa Davis -tuvo tres-. Arthur Ashe nunca le preguntó a Dios porqué le tocó reinar en Wimbledon, Flushing Meadows y Australia, como tampoco le quiso preguntar a Dios porque no le dijo que su corazón estaba roto de serie. Hasta la fecha, Ashe ha sido el único deportista en ganar el US open como amateur y como profesional.

En su primer triunfo, como amateur, tuvo que renunciar al premio de unos cuantos miles de euros y conformarse con 20 dólares de gastos diarios que tuvo en el campeonato. Hasta principios de los 80 los atletas amateur eran los únicos que podían competir en los Juegos Olímpicos, lo cual les generaba la angustia de estar amarrados a las becas universitarias miserables sin posibilidad de dedicarse profesionalmente al deporte o a cualquier otro trabajo.

Véase como ejemplo que Steve Prefontaine ganaba más sirviendo cervezas que corriendo por su universidad en los 70. Prefontaine luchó mientras vivió junto a otros como Ashe por corregir esta situación ilógica, pero los hombres con ínfulas con kilos de más que dirigían las federaciones no les hicieron caso hasta que uno había muerto y otro retirado. En el caso de Ashe, tenía que jugar como amateur por su condición de oficial del ejército.

Ashe murió de sida en 1993, contagiado por una transfusión que se le realizó cuando hubo de operarse tras sufrir un infarto en 1975. En cierta ocasión le preguntaron si le había preguntado a Dios porqué a él; y respondió que nunca le preguntó el porqué de sus éxitos, y no podía ahora preguntar el porqué de su enfermedad. “I’ll go forward” respondió. Seguiré adelante, y siguió adelante y vive -sin que lo veamos- en la bóveda estelar que vio a Nadal dar otro momento a la vida de los que nacimos en la noche de los 80.

El desgaste físico, contaba Carlos Moyá el lunes, hacía imposible a Nadal valerse por si solo para ponerse nos vaqueros; yo digo que no estaba solo, Arthur Ashe bajó a ayudar a Nadal a vestirse, gastó un dólar con destino a la pista que lleva su nombre para decirle al oído a Rafael que jamás pregunte a Dios. Y Arthur Ashe volvió a dónde está, a seguir viendo el tennis con prismáticos otras 19 veces por el cielo de Nueva York.