Verdes de mentira, verdes de pacotilla para rascar cuatro votos. Primero fueron las bolsas de plásticos del supermercado, ahora nos bajan el kilometraje y amenazan con tocar las luces de la carretera a sabiendas de que el problema, como de costumbre, va por otros derroteros.

 

La polémica de la bajada de la velocidad me ha pillado en carretera. Se levanta uno el viernes con aire de estudiante erasmus y se planta de pronto en la autovía del Mediterráneo, entre Murcia y Castellón, en el coche de un buen amigo. A esa misma hora los niños de la Moncloa se despiertan rebeldes y nos sacan una normativa muy divertida: donde yo leo 120, de pronto aparece una pegatina de 110. Claro que como españolito medio, me tienen por tonto y de repente empiezo a creer que España ya es verde y que estamos al fin cumpliendo el protocolo de Kioto.

Lo jodido viene cuando uno mira la medida y empieza a analizarla seriamente. No hay que ser demasiado inteligente para comprender que la gran parte de la contaminación no surge de la carretera, sino de los desplazamientos en las ciudades. La solución a esto no es bajar el límite de velocidad sino apostar verdaderamente por el transporte público y no marear a la ciudadanía como lo están haciendo en Sevilla, que llevamos cuarenta años esperando una red de metro en condiciones. Eso por no hablar del coste medioambiental de las pegatinas de los carteles. ¿Por qué el gobierno no se planta e impide que se hagan coches que vayan a más de 110 kilómetros hora si es tan contaminante? La respuesta, sencillísima como siempre, está en el dinero. A la hora de la verdad, todas estas medidas son humo para vender a unos ciudadanos que acuden a la noticia polémica como abejas a la miel mientras la industria produce el coche más rápido, más grande, más brutal. 

Claro que la gente comienza a estar harta de tanta tomadura de pelo. El tema de las bolsas de plástico del supermercado es otra de esas cosas que nos calienta la cabeza a más de uno. Desde hace un tiempo, las superficies cobran las bolsas de la compra. Lo mejor viene cuando uno las analiza y ve que en la mayoría de los casos, son las mismas bolsas que antes eran gratis. Se sigue contaminando igual y el supermercado se lleva unos céntimos que a la larga se convierten en millones de euros. Nosotros nos quedamos con el paro y el empresario con el bolsillo lleno, de nuevo. Y el medioambiente sigue igual que antes, cortito de árboles y sobrado de humo. Lo peor de pagarla no es el dinero, es tener que hacerle publicidad encima, que la bolsa sigue siendo la misma de antes, con la imagen de marca y todo. Claro que yo no tengo ese problema. Mi abuelo me dio la solución hace años. Si vas a comprar el pan, te llevas la talega de tela, la tradicional, la de siempre, sin imagen de marca y sin humos. 

Las verdaderas soluciones no cuestan tanto y están en la mano del gobierno el llevarlas a cabo. No quiero un gobierno que monte medidas estúpidas, quiero un gobierno valiente que vete los coches de gran cilindrada si producen tanto daño en la atmósfera. Quiero un gobierno valiente que obligue a las grandes superficies a hacer bolsas «blancas» no contaminantes. Quiero un gobierno que no me lleve años engañando con los transportes públicos, que no me prometa un cercanías a la universidad si no es capaz de cumplirlo seis años después, que no me maree con las líneas de metro que pudieron ser y no fueron. Y por supuesto, quiero un gobierno de verdad, que coja por los cuernos la política ambiental y cumpla con el pacto que firmó hace ya demasiados años en Kioto. Ceterum censeo Carthaginem esse delendam, pero eso es otra historia.

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