El domingo regresé a Helsinki. Casi un mes en España que me ha sabido a casi nada. Es lo que tiene estar 5 meses fuera y volver a tu tierra, coincidiendo encima con las frenéticas fiestas navideñas: mucha gente a la que ver, las típicas compras con todo atestado de gente, cenas desmesuradas para celebrar las fechas señaladas, las correspondientes ‘ITVs’ médicas y sacar algo de tiempo para hacer fotografías. Pero no me puedo quejar. Vengo con las pilas cargadas y un chute de energía emocional que dan para otro rato lejos de todo aquello que añoro.
Aunque vaya tela con el recibimiento Helsinkiano. Cuando me fui, allá por el 22 de diciembre, todo estaba bien nevadito y las temperaturas rondaban los menos quince. Y nada más llegar, pongo un pie en la calle y por poco me parto la crisma. Sí, mucho menos frío, sobre cero, pero las calles eran auténticas pistas de patinaje, como nunca antes las había visto. Y encima, para arreglarlo, cayendo chirimiri, con el coraje que me da. Si tiene que llover, que llueva en condiciones, ¡hombre! Pero no esas minúsculas gotitas que ni chicha ni limoná. Y al día siguiente, cuando pensé que la cosa no podía ser peor, me encuentro con que las temperaturas siguen siendo altas (entendiéndose como alta la mínima que se pueda alcanzar en Sevilla un año de muucho frío) y que todo está enguachirrinnao, enfangao, encharcao y todas las palabras con g, ch y acabadas en ao que se os ocurran. Un asquito, vaya…
Es muy raro todo. Como os contaba hace un tiempo, este año el invierno se ha adelantado casi un mes y medio, ¿a qué vienen ahora estás temperaturas otoñales? Desde luego, si tengo que elegir, elijo frío, mucho, muchísimo si hace falta, antes que esto. Sobre todo con la cantidad de nieve que había ya, que lo único que hace es derretirse y convertir las calles en circuitos de rallyes.
Otro problema del deshielo, el mayor si cabe, son los carámbanos y la nieve que hay en los tejados de los edificios. Alguna que otra vez están señalizados, pero no siempre y hay que tener un cuidado monumental para no ser aplastado por un mazacote de tal envergadura y desde alturas considerables. Es decir, hay que andar por un terreno impracticable mirando todo el rato hacia arriba. Cómo para salir a pasear y a que te de el aire, así, por gusto…
Estos dos últimos días la cosa se ha normalizado un poco, aunque para ello hayan tenido que llenar la ciudad de máquinas excavadoras y camiones para recoger toda la nieve acumulada y toda aquella mezcla de hielo, agua y fango que hacía imposible caminar. Han dejado las calles peloncitas, se ven hasta raras sin tanto montículo por allí y por acá. Pero todo se hace mucho más llevadero ahora. Además parece que hoy ya empiezan a bajar otra vez la temperaturas y lo normal sería que ya se mantuviesen así, más o menos constantes, hasta que acabe el invierno.
Y por otro lado está la vuelta a la rutina, que ayuda a mantener cierto equilibrio sobre todo cuando el desorden precedido es mayor de lo acostumbrado. Vuelta al gimnasio, a las clases de inglés y eventos sociales varios que van sumiéndome nuevamente en el ritmo de vida que dejé al volver a Sevilla. Pero ha sido fácil, porque apenas me di cuenta de que me fui. De hecho, esta semana me ha venido varias veces a la cabeza la célebre frase de Fray Luis de León, “como decíamos ayer”, porque ayer mismo parece que estaba preparando las maletas para celebrar las fiestas con mi gente y hoy ya hace una semana que regresé.
Cómo pasa el tiempo.
Este año, como todo el mundo, tengo nuevos propósitos (bueno, y alguno que otro que se me ha venido quedando en el tintero…). Entre ellos está disfrutar al máximo, cada día, de esta experiencia que tengo la suerte de estar viviendo. Hace más de un año que estoy aquí y me parece increíble cada vez que lo pienso. Y, por esa regla de tres, pronto estaré de nuevo en España, así que debo aprovechar cada momento y compartirlo en la medida de lo posible.
Y pronto me sorprenderé pensando: “¡qué fuerte, estuve viviendo en Finlandia!”

El domingo regresé a Helsinki. Casi un mes en España que me ha sabido a casi nada. Es lo que tiene estar cinco meses fuera y volver a tu tierra, coincidiendo encima con las frenéticas fiestas navideñas: mucha gente a la que ver, las típicas compras con todo atestado de gente, cenas desmesuradas para celebrar las fechas señaladas, las correspondientes ‘ITVs’ médicas y sacar algo de tiempo para hacer fotografías. Pero no me puedo quejar. Vengo con las pilas cargadas y un chute de energía emocional que dan para otro rato lejos de todo aquello que añoro.

Marta Comesaña. Aunque vaya tela con el recibimiento Helsinkiano. Cuando me fui, allá por el 22 de diciembre, todo estaba bien nevadito y las temperaturas rondaban los menos quince. Y nada más llegar, pongo un pie en la calle y por poco me parto la crisma. Sí, mucho menos frío, sobre cero, pero las calles eran auténticas pistas de patinaje, como nunca antes las había visto. Y encima, para arreglarlo, cayendo chirimiri, con el coraje que me da. Si tiene que llover, que llueva en condiciones, ¡hombre! Pero no esas minúsculas gotitas que ni chicha ni limoná. Y al día siguiente, cuando pensé que la cosa no podía ser peor, me encuentro con que las temperaturas siguen siendo altas (entendiéndose como alta la mínima que se pueda alcanzar en Sevilla un año de muucho frío) y que todo está enguachirrinnao, enfangao, encharcao y todas las palabras con g, ch y acabadas en ao que se os ocurran. Un asquito, vaya…

Es muy raro todo. Como os contaba hace un tiempo, este año el invierno se ha adelantado casi un mes y medio, ¿a qué vienen ahora estás temperaturas otoñales? Desde luego, si tengo que elegir, elijo frío, mucho, muchísimo si hace falta, antes que esto. Sobre todo con la cantidad de nieve que había ya, que lo único que hace es derretirse y convertir las calles en circuitos de rallyes.

Otro problema del deshielo, el mayor si cabe, son los carámbanos y la nieve que hay en los tejados de los edificios. Alguna que otra vez están señalizados, pero no siempre y hay que tener un cuidado monumental para no ser aplastado por un mazacote de tal envergadura y desde alturas considerables. Es decir, hay que andar por un terreno impracticable mirando todo el rato hacia arriba. Cómo para salir a pasear y a que te de el aire, así, por gusto…

Estos dos últimos días la cosa se ha normalizado un poco, aunque para ello hayan tenido que llenar la ciudad de máquinas excavadoras y camiones para recoger toda la nieve acumulada y toda aquella mezcla de hielo, agua y fango que hacía imposible caminar. Han dejado las calles peloncitas, se ven hasta raras sin tanto montículo por allí y por acá. Pero todo se hace mucho más llevadero ahora. Además parece que hoy ya empiezan a bajar otra vez la temperaturas y lo normal sería que ya se mantuviesen así, más o menos constantes, hasta que acabe el invierno.

Y por otro lado está la vuelta a la rutina, que ayuda a mantener cierto equilibrio sobre todo cuando el desorden precedido es mayor de lo acostumbrado. Vuelta al gimnasio, a las clases de inglés y eventos sociales varios que van sumiéndome nuevamente en el ritmo de vida que dejé al volver a Sevilla. Pero ha sido fácil, porque apenas me di cuenta de que me fui. De hecho, esta semana me ha venido varias veces a la cabeza la célebre frase de Fray Luis de León, “como decíamos ayer”, porque ayer mismo parece que estaba preparando las maletas para celebrar las fiestas con mi gente y hoy ya hace una semana que regresé.

Cómo pasa el tiempo.

Este año, como todo el mundo, tengo nuevos propósitos (bueno, y alguno que otro que se me ha venido quedando en el tintero…). Entre ellos está disfrutar al máximo, cada día, de esta experiencia que tengo la suerte de estar viviendo. Hace más de un año que estoy aquí y me parece increíble cada vez que lo pienso. Y, por esa regla de tres, pronto estaré de nuevo en España, así que debo aprovechar cada momento y compartirlo en la medida de lo posible.

Y pronto me sorprenderé pensando: “¡qué fuerte, estuve viviendo en Finlandia!”

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