Un poeta no es alguien superior a nadie. Sus capacidades no son diferentes a las del vendedor de frutas de tu calle, no tiene por qué ser profesor, experto lector, especialista en juegos gramaticales. Su licenciatura está fuera de la Universidad, su única ley es la del vigía: traducir las señales del tiempo en lo que nos rodea.
Pablo Rodríguez. Hace años, mi profesor de Literatura me explicaba que nunca había que despreciar lo cotidiano, aquellos pequeños cambios que de tan cercanos eran imperceptibles. “En ellos está la semilla de la poesía más verdadera, la del poeta mismo” decía en su despacho, dentro de la biblioteca del colegio. Hoy que se inaugura el Mercadona de mi barrio, sus palabras me asaltan como una advertencia.
Porque esta inauguración esconde algo más que un puñado de ofertas. Mercadona ha levantado el edificio sobre parte de mi antigua escuela, quizás sobre parte de mi infancia. En sus muros advierto que Mercadona es el tiempo, Cronos mismo engullendo las horas de mi viejo paraíso, las carreras con mis compañeros, las mañanas a la sombra de unos árboles que son más altos en mi memoria.
El cartel brillante que lo corona es el símbolo, la señal de que algo ha cambiado para siempre. Hace años que atravesé las llanuras de la escuela, en mis recuerdos soy indio con mis amigos, Ronaldo en un regate infinito que quiebra décadas: a un lado mi primer trabajo, el primer sueldo; al otro un niño con las rodillas llenas de albero. Todo el universo, mi universo, enterrado bajo filas interminables de productos, fantasmas de otra vida más sencilla que apenas sobrepasaba aquellas verjas de metal oscuro que rodeaban el colegio.
Ahora nadie lo recuerda. Mis vecinos sonríen, disfrutan con las luces del estreno y alguno celebra ya las presumibles ofertas. “Justo al lado de casa, ¡somos afortunados!” Yo voy con ellos, juego también con la sorpresa del cambio, la belleza de lo nuevo. Y, sin embargo, el simple hecho de atraversar las puertas de cristal de Mercadona adquiere un significado totalmente diferente.
En el umbral advierto la certeza: que Mercadona es invencible, que el Tiempo juega con las cartas marcadas. Sonrío antes de entrar, al fin y al cabo la derrota es inevitable.

Un poeta no es alguien superior a nadie. Sus capacidades no son diferentes a las del vendedor de frutas de tu calle, no tiene por qué ser profesor, experto lector, especialista en juegos gramaticales. Su licenciatura está fuera de la Universidad, su única ley es la del vigía: traducir las señales del tiempo en lo que nos rodea.

Pablo Rodríguez. Hace años, mi profesor de Literatura me explicaba que nunca había que despreciar lo cotidiano, aquellos pequeños cambios que de tan cercanos son imperceptibles. “En ellos está la semilla de la poesía más verdadera, la del poeta mismo” decía en su despacho, dentro de la biblioteca del colegio. Hoy que se inaugura el Mercadona de mi barrio, sus palabras me asaltan como una advertencia.

La apertura esconde algo más que un puñado de ofertas. Mercadona ha levantado el edificio sobre parte de mi antigua escuela, quizás sobre parte de mi infancia. En sus muros advierto que Mercadona es el tiempo, Cronos mismo engullendo las horas de mi viejo paraíso, las carreras con mis compañeros, las mañanas a la sombra de unos árboles que son más altos en mi memoria.

El cartel brillante que lo corona es el símbolo, la señal de que algo ha cambiado para siempre. Hace años que atravesé las llanuras de la escuela, en mis recuerdos soy un indio con mis amigos, Ronaldo en un regate infinito que quiebra décadas: a un lado mi primer trabajo, el primer sueldo; al otro un niño con las rodillas llenas de albero. Todo el universo, mi universo, enterrado bajo filas interminables de productos, fantasmas de otra vida más sencilla que apenas sobrepasaba aquellas verjas de metal oscuro que rodeaban el colegio.

Ahora nadie lo recuerda. Mis vecinos sonríen, disfrutan con las luces del estreno y alguno celebra ya las presumibles ofertas. “Justo al lado de casa, ¡somos afortunados!”. Yo voy con ellos, juego también con la sorpresa del cambio, la belleza de lo nuevo. Y, sin embargo, el simple hecho de atraversar las puertas de cristal de Mercadona adquiere un significado totalmente diferente.

En el umbral advierto la certeza: que Mercadona es invencible, que el Tiempo juega con las cartas marcadas. Sonrío antes de entrar, al fin y al cabo la derrota es inevitable.

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