Pasé de largo. Y en ese instante no me importó.  En dos segundos una historia relampaguea ante mis ojos, machaca mis oídos y, con las bolsas de la compra de la semana, retumba ahora, atronadora en mi mente.  Estaba nublada la tarde cuando los primeros brotes de la primavera se desvelaban, verdes y alegres, en las ramas de los árboles de la calle.

Juan C. Romero. Su pelo canoso, rostro lánguido y arrugado. Muy arrugado. Como si, caprichosa, la vida hubiera querido exprimirle hasta la última gota de su juventud. Se dirigió a mí en el único lugar adonde tantos ‘yo’ creyeron conveniente que su presencia podría estar justificada. Pero una vez más no halló respuestas. Perdido en la vertiginosa rutina, seguí caminando a paso ligero sin detenerme para atender sus palabras.

Pienso en mis cosas. Mis problemas, que no son pocos: voy haciendo cuentas a ver cuánto he gastado. A cómo me salieron las manzanas. O lo que habría ahorrado si en lugar de pelarme en el centro comercial lo hubiera hecho en la barbería que hay a dos cuadras de casa. Cruzamos las miradas, sí, oí su reclamo. ¿Cómo negarlo?; Hasta el run-run de alguna pequeña moneda, chocando una con otra en el interior de su vaso de plástico blanco.

En ese choque dos mundos en uno mismo. Saco el pan, la fruta, la pasta de las bolsas y voy surtiendo las cajoneras de la cocina. Tengo la despensa llena. Friego los platos del tardío almuerzo que había saciado mi estómago antes de pensar en la cena.

Los vasos de casa son de cristal y  transparentes. Paradójicamente igual que yo. Duros, pero frágiles. Capaces de que la luz pase a través de ellos, y aun así da la impresión de que nada cambia en su interior. Se detiene el tiempo y veo avergonzado a ese joven que con las orejeras puestas siguió adelante sin mirar atrás. El día estaba nublado es verdad, pero hubo un momento en que dependió de mí que el sol se asomara en el interior de otro ‘yo’.

En su delirante y torpe andadura seguía las huellas de su miseria, y pudo verse reflejada la anciana en la miseria de quien, como buen deportista, olímpicamente la saltó. Como un obstáculo más que sortea en su discurrir.

“Tenga media barra de pan. Y estas manzanas. ¿Quiere algo más?  Mire, aquí llevo dos paquetes de pasta; quédese con uno de ellos que con uno me basta para echar la semana”, aseguran fuentes del  Ministerio de mi Interior que se pudo escuchar en el salón de los pasos perdidos; de mi boca no salió una palabra.

“Señor  deme algo, por favor. Tengo hambre”

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