La Unión Europea parece estar enferma. Paradójicamente, a pesar de gozar de uno los niveles de salud más altos del mundo, nuestra sociedad muestra síntomas de estar afligida por un conocido virus.

Primero, se introduce en la cabeza de miles de ciudadanos sin que éstos sean conscientes de él, sin importar su edad, sexo u orientación política. Después, se extiende más allá de las personas e infecta a instituciones que determinan el destino de millones de personas. Llamémoslo el virus del populismo.

Lejos de estar recuperándose, la sociedad europea muestra preocupantes signos de debilidad tal y como indican los resultados de las últimas elecciones regionales alemanas donde un partido de extrema derecha antieuropeísta ha obtenido un gran apoyo popular. De esta forma, Alemania se une al grupo de estados europeos en el que partidos políticos de tinte populista y antiinmigración pueden condicionar la agenda política.

Pero, ¿qué está pasando? ¿Nos hemos vuelto todos locos de repente? No, por supuesto que no. Es imposible que cientos de miles de personas a la vez enloquezcan y acaben votando por estas “nuevas” formas de hacer política. Lo que está pasando es que cada vez más personas se encuentran excluidas de una economía global donde la riqueza no para de concentrarse en las manos de unos pocos privilegiados. En especial las clases medias y bajas están viendo como cada vez es más difícil educar a sus hijos, encontrar trabajos dignos o acceder a una vivienda de calidad. Los ciudadanos no somos tontos, a pesar de lo que quieren que creamos, y nos hemos dado cuenta de que esto ha sido el resultado de políticas económicas y sociales que nos han ido dejando cada vez más de lado. Estas políticas han creado una situación de desánimo y emergencia para muchos que fomenta la aparición de oportunistas (o populistas) ofreciendo soluciones rápidas y sencillas (¡los inmigrantes nos quitan el trabajo!) a unos problemas que, por desgracia, no tienen fácil solución. En este sentido, Alemania no es una excepción ya que, a pesar de haber sido uno de los países que mejor ha lidiado con la crisis económica, el desgaste de la clase trabajadora durante los últimos años ha sido más que evidente.

¿Y esto por qué nos tiene que importar? Para empezar, el lema “primero los de aquí” es preocupante si el país que más contribuye a generar riqueza de la Unión Europea decide dejar de compartirla (no olvidemos que España es uno de los principales beneficiados en subsidios agrícolas entre otros).

Segundo, si el país que a menudo se retrata como modelo a seguir decide alejarse de sus compatriotas europeos, esto puede servir como excusa a otros países para controlar sus fronteras e ir en contra de uno de los principios básicos de la Unión Europea, mayor integración. España se vería muy perjudicada en una Europa menos unida ya que nuestros intereses internacionales (que a menudo coinciden con los de otros países europeos) son más difíciles de defender cuando en un club de 28 países cada uno mira por lo suyo.

Y por último, si no queremos que un grupo de “ilustrados” nos hundan en la miseria económica (¡no necesitamos a los demás, somos autosuficientes!) y moral (¡no son refugiados, tienen teléfonos móviles!), tenemos que ser conscientes de que España puede sucumbir fácilmente ante este tipo de populismo. El descontento generalizado hacia nuestra clase política, una crisis de la que no acabamos de salir, y un flujo constante de inmigrantes que a menudo es usado con fines políticos, puede servir como un potente caldo de cultivo para el virus del populismo.

Para tratar este virus, la clase política tiene entender que el apoyo a movimientos populistas no es la causa, sino uno de los síntomas de la enfermedad. Si nuestras instituciones siguen defendiendo una economía que cada vez deja de lado a más personas, el virus del populismo no hará más que extenderse por Europa, y España. La única forma de tratar esta enfermedad empieza por escuchar y dar solución a los problemas de los ciudadanos con políticas que nada tienen que ver con lo visto en los últimos años.