Sin apenas creer aún la noticia, perplejo y triste, escribo estas líneas que han de ser desahogo de mi alma y réquiem por la de nuestro querido Gabo. Se le secó la tinta que por sangre le recorría las venas, dejándonos tan solo esos trozos de su alma que son sus libros, insuficiente consuelo para una pérdida irreparable.

El pesar que sufro es tan extraño como real, y quizás alguno de ustedes lo comparta conmigo. Jamás tuve el placer de estrechar la mano de Gabriel García Márquez, nunca lo vi más que a través de imágenes en revistas, libros o televisión; y, sin embargo, su muerte me causa tanta tristeza como la que pudiese causarme la de un amigo cercano. Tan solo una explicación encuentro a tan extraña aflicción, y como no podía ser de otro modo se halla entre las líneas del genio: “escribo porque quiero que me quieran”.

Gabriel escribía con el alma, y hasta el alma llegaba su prosa y su propio espíritu. Solo queriendo escribir para que lo quisiesen, y poniendo en ello todo el empeño de su inconmensurable genio, se explica la manera en que fue capaz de hacer de entre sus lectores tantos amigos sin haberlos conocido siquiera. Pero nosotros, sus lectores, sí lo conocíamos a él, pues en cada letra que salía de su pluma estaba impresa la marca de su personalidad cautivadora.

También fue Gabo, aparte de amigo, gran maestro para quien supo discernir de entre las páginas de su literatura las enseñanzas que transmitía. Su escritura proverbial, sus mágicos mundos tan reales como la vida misma y sus ficticios personajes tan dramáticamente parecidos a los del mundo material transmitían conocimientos tan imperceptibles como valiosos.

Y es que cuando lees al Gabo, disfrutas de su literatura, pero no llegas a percibir como consigue cambiarte hasta que cierras la tapa trasera de su obra. Es entonces cuando te das cuenta de que Gabriel García Márquez te ha cambiado, ha hecho de ti mejor persona, mejor lector y hasta, en mi caso, mejor escritor.

Es por todo ello que hoy le debía unas breves líneas a mi buen amigo y querido maestro. Con él recorrí los senderos de la literatura cabalgando en su inigualable prosa y contemplando la cruda realidad que tras sus hojas se escondían. Ahora descansa en paz, compañero, que los que aquí quedamos cuidaremos de Macondo y sufriremos los cien años de soledad en los que nos deja tu ausencia.

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