España, como saben, no es un Estado laico. Resumo la situación para posibles ajenos a nuestra beata realidad: según la Constitución de 1978 España se define como un Estado aconfesional, es decir, que puede mantener relaciones con cualquier ordenación religiosa sin privilegiar ninguna sobre otra.

En la práctica sabemos que no es así; existen fortísimos vínculos con la Iglesia Católica materializados en infinidad de gestos de amparo y auxilio, a saber, los ingresos que reciben por los impuestos sobre la renta de las personas, las exenciones fiscales (sobre bienes inmuebles, patrimonio…), la financiación del personal que imparte la asignatura de religión o las subvenciones a centros educativos religiosos, entre otros. Se estima que entre ayudas y prerrogativas, la Iglesia gestiona como mínimo 6.000 millones de euros de dinero público por año. Asimismo, el poder que la Iglesia mantiene a día de hoy en la esfera política es insólito para una democracia hipotéticamente madura.

En contraposición, en Uruguay, tierra desde la que escribo, la Semana Santa es la Semana del Turismo. El 25 de diciembre se celebra el Día de la Familia, el 6 de enero el Día de los Niños y el Día de todos los Santos es el Día del Difunto. La secularización de la República tuvo lugar hace más de un siglo, en 1907. Fue promovida por José Batlle y Ordóñez, el político más influyente del siglo XX en Uruguay, hasta el punto de que su legado impregna de alguna forma todos los partidos de todo el espectro ideológico. El batllismo puso en marcha un proceso laicista en el que se suprimieron prácticas y símbolos religiosos de escuelas y hospitales públicos, se aprobó la ley del divorcio y despojaron a la Iglesia Católica de toda influencia política.

Liberaron las instituciones del país de toda la imaginería del catolicismo; por ello todos los festivos de la cristiandad fueron renombrados. Uruguay se proclamó Estado laico siguiendo un modelo liberal de inspiración francesa, logrando suprimir todo atisbo religioso de las decisiones políticas. La secularización junto con el resto de reformas de Batlle y Ordóñez (reformas educativas, impulso de derechos civiles, creación de empresas públicas, etc.), hicieron crecer las raíces profundamente democráticas que contribuyen a que día de hoy Uruguay sea considerado uno de los sistemas más estables del mundo.

Mientras tanto en España, como ejemplo de esa irrebatible relación de poder que la institución católica mantiene sobre el Gobierno, el ministro de Justicia, Alberto Ruíz-Gallardón, bajo presión de los representantes de la Iglesia en España anunció la inminente reforma del aborto. La ley de reproducción sexual en vigor establece una despenalización del aborto en las primeras 14 semanas desde la concepción, plazo ampliable hasta las 22 semanas si la salud de la madre o el feto requiere una interrupción del embarazo. Previa a esta ley aprobada en 2010, estaba vigente la norma de 1985, la famosa ley de los tres casos, que exceptuaba consecuencias penales del aborto en tres supuestos: criminal (embarazo provocado por violación), terapéutico (riesgo de salud de la madre) y eugenésico (detección de taras físicas o psíquicas del feto).

La propuesta de Gallardón es regresar a la ley de los supuestos eliminando uno de ellos: el supuesto eugenésico, la posibilidad de abortar en el caso de que se perciba malformación del feto. Además, para que la madre pueda acogerse al supuesto terapéutico tendrá que “acreditar” que su vida realmente corre peligro, para evitar que una fingida agonía se use como pretexto (sic).

De por sí, ya es bastante grave el brutal retroceso de los derechos civiles en materia de salud y reproducción sexual, pero me voy a centrar en otro asunto: ¿qué significa a nivel político que hayamos estado viviendo 28 años con una regulación del aborto que era, por lo visto, excesivamente libertina? Porque se supone que las reformas van en consonancia con el progreso ético y moral de la sociedad. ¿Qué significa de cara a la educación de la ciudadanía que un derecho que lleva más tiempo vigente que el propio Partido Popular ahora sea delito? Es más, antes del franquismo ya estaba legalizado el aborto. ¿Cómo un derecho tan inherente a nuestra democracia puede ser suprimido con el respaldo de los españoles? Buscando alguna justificación recurrí al programa electoral del Gobierno, que dice:

“La maternidad debe estar protegida y apoyada. Promoveremos una ley de protección de la maternidad con medidas de apoyo a las mujeres embarazadas, especialmente a las que se encuentran en situaciones de dificultad. Impulsaremos redes de apoyo a la maternidad. Cambiaremos el modelo de la actual regulación sobre el aborto para reforzar la protección del derecho a la vida, así como de las menores”.

Del texto, de por sí desconcertante por expresar una reforma conservadora con retórica de izquierdas, únicamente se intuye que se impulsarán redes de apoyo para las madres embarazadas y que se impedirá abortar sin permiso paternal a las menores de edad. Entonces, ¿cómo se posible que nuestro ordenamiento jurídico permita que se aprueben y desaprueben leyes que no han sido refrendadas por el pueblo a través de ningún mecanismo, dado que no estaba explícito en el programa electoral y que no necesitará del apoyo de ninguna otra formación política? ¿Cómo es posible que la Iglesia Católica a través de un ministro sea capaz de instaurar una ley en España y que no exista forma alguna de enmendarla por parte de los ciudadanos?

El laicismo no supone la supresión de las religiones, ni es un pensamiento fundamentado en el odio a los credos. El laicismo concibe que el sujeto en libertad pueda elegir el sistema de creencias que crea conveniente, sin que ninguna de estas creencias tenga influencia en el acontecer político. Supone que el Estado reconozca al sujeto como un ser libre al que no se le impone una verdad única ni un Juez supremo; que la educación se vea desprovista de dictámenes que ofrezcan un marco interpretativo concreto y un orden moral tan restringido como lo es el de un sistema de creencias cerrado. Educar a los niños en una religión responde, más que a una voluntad divina, a un capricho muy de la carne, un doble deseo humano: nuestro absurdo empeño de intentar discernir entre el bien y el mal antes de comprender el mundo en su conjunto y en segundo lugar, de imponer este discernimiento a los demás.

Lo que la Iglesia Católica y el Partido Popular van a provocar con la ley del aborto es continuar con este gobierno de la división, el tipo de gobierno que no busca un consenso para impulsar las reformas políticas sino el debilitamiento de la oposición para imponerlas. Mientras tanto en Uruguay viven con su derecho al aborto de 12 semanas, 14 en caso de violación; la única ley de plazos en toda América del Sur. Sin presiones eclesiásticas, sin remordimientos morales; con dificultades aunque sin amenazas de acabar en el infierno. También aquí hay amantes y enemigos del aborto y se recogen firmas a favor y en contra, se manifiestan a favor y en contra y existen las luchas internas propias de una nación madura. Los uruguayos no escapan de la tiranía del consumo ni de los demonios políticos, económicos y mediáticos que azotan el mundo, y tienen como todos una agenda plagada de conquistas de derechos pendientes. No obstante existe (o al menos percibo) un estimulante clima de paz social; parece que tienen algo que los mantiene unidos, algo que va más allá del fútbol y el mate. Algo que está relacionado con una base mínima de conformidad política, unos principios de consenso tácito, uno de los cuales sería el de la laicidad de la República. Los españoles no: nosotros en cada manifestación, en cada firma, en cada ley promulgada nos jugamos un modelo de país, el de las dos Españas, radicalmente distintas y eternamente divididas. Una cosa más que aprender del pequeño país modelo.