Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en el Congreso para la firma del acuerdo de gobierno entre PSOE y UP / TVE

José Manuel Montero Cabrera. Profesor de Historia

Tal como nos aclaró el ínclito Winston Churchill, la democracia es el peor de los sistemas políticos, si exceptuamos a todos los demás. Para los que hemos vivido la mayor parte de nuestras vidas en un régimen democrático y un Estado de derecho, nos podría parecer que esa es la situación normal, la más  habitual, pero no es así, tal como demuestra la realidad de nuestra historia, en la que la estabilidad, la paz y el desarrollo de los últimos cuarenta años es la excepción y no la regla. Así mismo, si echamos un vistazo al mundo, vemos que lo predominante son las dictaduras o los regímenes aparentemente democráticos pero con evidentes aspectos autoritarios cuando menos.

¿Sería posible la conversión de un sistema democrático homologado como occidental en un régimen dictatorial o cuando menos autoritario? Sin duda sí, aunque eso muy probablemente no ocurriría mediante la toma de ningún Palacio de Invierno sino mediante un proceso gradual, casi imperceptible, lo que lo hace, si cabe, más plausible.

¿Qué sería necesario para que se  iniciase tal proceso? Necesitaríamos el sujeto agente, la ideología que articulase el proyecto, el momento o coyuntura y el caldo de cultivo que sería una sociedad corrupta que, en palabras de Chesterton, estuviese formada por individuos que considerasen derechos sus  necesidades y abusos los derechos de los demás.

¿Existe ese sujeto agente? No hay que estar  muy informado para estar al tanto de determinados líderes y fuerzas políticas que se ufanan de proyectar la “superación” de lo que ellos, con desprecio, denominan Régimen del 78, que, recordemos, fue fruto del consenso y el acuerdo de fuerzas que sí habían sufrido el trauma de la Guerra Civil. Del mismo modo, es evidente que existe la ideología que articula el proyecto de dinamitar el actual régimen de libertades que nuestros padres y abuelos consiguieron configurar, esa misma ideología que creíamos derrotada definitivamente desde 1989 con la caída del famoso Muro berlinés.

La coyuntura siempre ha de ser un momento de crisis, momento en que se discuten los pilares sobre los que se ha sustentado la convivencia en las últimas décadas. Ya ocurrió en 2008, con el surgimiento de las movilizaciones del 15-M, que, inicialmente un movimiento asambleario, interclasista y sin una ideología claramente predominante, acabarían dando lugar a lo que en la actualidad es Unidas Podemos, fuerza de extrema izquierda. La actual coyuntura de crisis provocada por la pandemia y la consiguiente crisis económica que las  tardías e ineficaces  medidas gubernamentales están provocando es una nueva oportunidad de, en palabras de Pablo Iglesias, “alcanzar los cielos”.

¿Cómo se articularía ese proceso casi imperceptible de conversión de una democracia en un régimen autoritario o dictatorial? Apliquemos la imaginación, en un ejercicio de política ficción, a las actuales circunstancias españolas.

El Gobierno legítimamente constituido en la actualidad es resultado de la coalición de dos líderes que hasta hace unos meses, y quizás aún, eran incompatibles: no hay que ahondar mucho en la hemeroteca para encontrarnos referencias al insomnio que uno provocaría en el otro o para recordar cuando el otro arrojó cal sobre la bancada socialista en clara referencia filoetarra. Sin embargo, tal como se ha dicho muchas veces, la política hace extraños compañeros de cama y ahí vemos a ambos abrazados en una escena entre ridícula y siniestra. Estos dos líderes son bastante diferentes pero comparten una sed de poder solo comparable a sus respectivos egos. Sin embargo, tienen un punto débil: entre ambos suman apenas 155 votos en el Congreso de Diputados por lo que necesitan del apoyo de fuerzas parlamentarias nacionalistas, apoyo que han logrado. ¿Cómo han conseguido este apoyo? Supongamos, solo supongamos, que hubiesen ofrecido a dichas fuerzas un cambio en el marco de relaciones de esas regiones con el conjunto del Estado, un cambio en la dirección no del Estado federal, que, en la práctica ya somos, sino en la dirección del Estado confederal, reconociendo la plena soberanía de dichas regiones, que pasarían a ser ahora naciones miembros de un Estado plurinacional, de manera que estos nuevos Estado-nación tendrían plena independencia política y económica, pero, además, disfrutarían de la ventaja del paraguas institucional de un Estado miembro de la Unión Europea, la estabilidad económica que proporciona la moneda única, la capacidad de influir en su provecho en el conjunto del Estado y de un mercado cautivo donde poder colocar sus productos. La satisfacción de las aspiraciones nacionalistas de cambio institucional en tal dirección solo es posible mediante una reforma constitucional y esta solo es posible mediante una mayoría cualificada en las Cortes, lo que hace necesario un triunfo electoral. ¿Cómo conseguir dicho triunfo electoral? Mediante el control de los medios de comunicación, singularmente el duopolio televisivo, y la creación de bolsas de voto cautivo, para lo que la coyuntura de recesión económica que se plantea en el horizonte inmediato es perfecta.

El control del duopolio televisivo es fundamental para el control de la opinión pública en un país en el que la mayor parte de la población se informa a través de los programas informativos televisivos, tanto los conocidos como telediarios como magacines a cargo de conocidos líderes de opinión de acrisolado izquierdismo y en los que frecuentan su presencia tertulianos de mensaje predecible porque se limitan a ser transmisores de los argumentarios salidos de las sedes de los partidos a los que sirven. El régimen de concesión administrativa que fundamenta el funcionamiento de la televisión en España, la crisis del mercado publicitario que acrecienta la importancia de la publicidad institucional, el trato amable en forma de subvenciones o el apoyo expreso en la negociación ante la banca acreedora facilitan el trato amable de la televisión al Gobierno.

La creación de voto cautivo es un procedimiento de larga tradición en la España contemporánea, (recuérdese por ejemplo el P.E.R., que cimentó el control de los pueblos andaluces por el PSOE durante décadas), pero la crisis económica resultado de la paralización absoluta de la actividad económica  a la que conduce la declaración del estado de alarma y el confinamiento de la población es una ocasión pintiparada para el establecimiento de una renta básica, si no universal, sí para el sector más “vulnerable” de la población. Tres millones de beneficiarios de esta renta básica, pongamos de 500€, supondrían un incremento de gasto de 21.000 millones de euros, lo que en un país que supera el 100% de deuda pública es inasumible. El Banco Central Europeo se ha mostrado sensible ante la actual coyuntura y promete liquidez, pero esta financiación es finalista, es decir, no podría ir dirigida sino a empresas y, en todo caso, estaría fiscalizada por los funcionarios de Bruselas, lo que hace difícil que se dediquen fondos a organismos administrativos paralelos.

La fiscalización de Bruselas conduciría a la tentación, ya expresada abiertamente  por Pablo Iglesias, de recuperar la soberanía monetaria, es decir, salirse del euro y volver de nuevo a la peseta. No me voy a extender mucho en explicar lo que suele suceder a un populista al que le dan la maquinita de imprimir papeles de colores sin el sustento de una economía productiva sana: fíjense en Argentina y recuerden simplemente que la inflación es el impuesto de los pobres, porque devora los pequeños ahorros.

En definitiva, llegados a este punto de no retorno, habría que ver si el pueblo español se resigna a vivir uncido al yugo de la opresión de una fuerza política trasnochada o prefiere desarrollar sus potencialidades en un marco de libertad, democracia, Estado de derecho e igualdad de oportunidades.