francis-segura-19-7-17

Ocurre muchas veces con nombramientos importantes y de calado, con gran responsabilidad y decisiones influyentes en el correcto devenir de esto o de aquello. La persona que se nombra no sólo recibe un cargo, sino que lo hace, lo modela, lo reconfigura y resetea con el fino alfiler de su conciencia (en la que ha de ahondar) para que esa responsabilidad que se le entrega, y los frutos, éxitos y fracasos que de ella devengan se carguen en las angarillas propias del desempeño en cuestión.

Todo eso, si en los negocios o la administración pública es importante, toma una medida colosal cuando nos acercamos, siquiera de puntillas, al mundo de la cultura, donde cada una de las mentes pensantes que componemos la red que hace posible el disfrute del arte y el saber cimienta el resto, dándose cuenta o no, queriendo hacerlo o negándose a formar parte de esa trama que es, afortunadamente, mucho más clara y menos obtusa que otras que mueven nuestro entorno. Todos los que ostentamos esas responsabilidades culturales sabemos que recibimos delicadas preseas a las que hay que saber tratar cuidadosamente canalizando las energías con las que llegamos hasta ellas.

Y en Sevilla, ese mundo de la cultura tiene un evento que salta a la palestra de cuando en cuando, y que, ayer mismo, yendo de camino en uno de esos taxis que me salvan la vida y la puntualidad, me llevó en un revival a mirar con ojos de niño el nombramiento de don José Luis Ortiz Nuevo como director de la Bienal de Flamenco de Sevilla. Tan sólo decir su nombre, lo leí, como escrito en la memoria, en una de tantas páginas de periódicos añejos de la hemeroteca en las que pude conocer y aprender cuánto bien había hecho a favor de la difusión y el disfrute de ese flamenco de voces agudas y puestas en melaza de los discos antiguos.

Ortiz Nuevo, de nuevo, volvía a cogerse de la mano de ese flamenco cabal para, en un 2018 que viene ya, sacarlo a bailar, a cantar, a expresarse, con esa modernidad rompedora a la que ha sabido adaptarse esa expresión cabal del pueblo, sin apellido de razas ni calificativos barrocos que me cansan a mí también. Ese Flamenco de Bienal. Las dos palabras son como el encuentro de un nieto con su abuela, ella arrugada ya y él con los ojos llenos de futuro. Una Bienal de Flamenco la nuestra que, en manos de Ortiz Nuevo, no despreciará seguramente ninguno de los pasos dados hasta ahora. Será una Bienal, por supuesto, moderna y propia de este tiempo, pero en su trasfondo, seguramente, parecerá que a Pericón le han dicho que en Sevilla quedaban todavía tablaos por conquistar al son de sus cantes de sal y de piriñaca.

Ortiz Nuevo no es burócrata, es poeta, y eso cambia la cuestión de lejos y de cerca. Estoy seguro que cada palabra dicha no será en vano, cada diálogo mantenido guardará en su fondo la dulzura de la humanidad y, por supuesto, cada discusión, tendrá en la pareada aparición de los signos exclamativos, la fuerza del taconeo de una soleá sin pintarla en el suelo con tizas ni pegatinas. Ortiz Nuevo, aquel hombre sabio de Archidona que, sólo con nombrarlo, se me figuraba con capacidad de hacer magia y de jugar con el tiempo vivido, se pone al frente de una Bienal que anda sola, pero que no puede soltarse de la mano de sus padres, porque tiene lo santo de la infancia y lo canalla del que ha vivido ya muchas noches al relente de una azotea en la Cava.

A la rueda usted, don José Luis, a la rueda del baile por bulerías donde cada uno se deja llevar por el compás y no sabe de jaleo y de palmas más que lo que oye de pasada, y sigue adelante. A la rueda los que, queriendo o sin querer, han anquilosado el modelo de la Bienal y le han puesto la alfombra, que digo yo que será roja como la de los óscar pero con lunares de galleta. Maestro Ortiz Nuevo, ya se lo dijo usted en una entrevista a Pablo San Nicasio: «si el flamenco sigue vivo…será por algo». Yo sé también que si el flamenco permanece es también por gente como usted. Larga vida al flamenco que baila y que canta, que hace Bienales y juergas de improviso. Larga vida.