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Ustedes puede que no lo sepan, pero aunque, al nacer, mi madre me llevó a vivir con mi abuela al barrio de San José Obrero, y luego he recorrido lugares como Pío XII, Pino Montano o Sevilla Este y en ellos he puesto mi residencia fija, mi corazón vive en la calle Amparo, 13, 41003, Sevilla.

Es una dirección sin bloque ni piso, porque corresponde a la gran casa en la que tiene su sede la Primitiva y Real Hermandad de la Divina Pastora, el sitio donde vive mi corazón, donde están mis raíces y donde, aunque me da miedo entrar a oscuras, sigo encontrando siempre la luz para los momentos de crisis, de dudas y de desaliento.

Allí está la casa de mi corazón, y como todas las casas, más lejos o más cerca, tengo vecinos que son testigos del discurrir diario de la vida de mi hermandad. Angustias, la podóloga; Blanca, la señora del bloque de enfrente; Sebastián, el encuadernador de la casa que tiene el azulejo de la revista Ultra; Ana y Rosario, que viven en el 8 de la calle Viriato…sólo nos separa una calle, pero las ventanas de nuestras casas, de la hermandad y de sus pisos, están casi a la misma altura. Cuando uno está en silencio dentro de la secretaría, o del salón de celebraciones, casi puede escucharles hablar con su familia, preparar la comida, cerrar la puerta…somos vecinos, casi, pared con pared, aunque de acera a acera corra el asfalto de las calles que circundan el Hospital de los Viejos, en el que habitamos unos y otros desde 1395.

Mi vecina Blanca, la del titular, tiene sus balcones a la misma altura de las ventanas de la sala donde nos reunimos a compartir algunos ratos los jueves por la noche, los viernes por la noche, los domingos y festivos. ¿Qué ocurre cuando se juntan más de diez o quince? Que la conversación, el buen ambiente, el buen rollo se convierten en algarabía que, a ciertas horas, no le permite descansar, que puede molestarle. Por eso yo, desde pequeño, siempre en plan cortapunto, les decía a mis amigos de la hermandad «callaos, que Blanca estará descansando, no la molestemos».

Blanca siempre tiene una sonrisa, un saludo amable con nosotros, cuando los domingos por la mañana pasamos, cuando por las tardes nos encontramos en la calle Amparo. Y en ella se me representa la molestia que debería estar pasando ese vecino de la calle Parras por el jaleo de la puerta de la casa hermandad del Rocío de la Macarena. Saben ustedes que no soy de defender, a capa y espada, ni a unos ni a otros una vez que entramos en la Rueda, sólo de ponerme en el lugar de ambos para reflexionar.

Estamos desviando la atención a la manipulación de alimentos, a la venta de bebidas alcohólicas, a lo que alguno bebe en la calle y otros no pueden, etc., pero creo que en toda esta polémica, el trasfondo es más humano que todo eso. «Vive y deja vivir», que dice el refrán. No sé lo que pasó, porque yo no estaba; no sé lo que se dijeron, ni tampoco importa mucho ahora. Lo importante es, en el caso de mi hermandad, lo que nosotros velamos por Blanca, y quizás lo que Blanca nos deja pasar en la calle Amparo. Porque más de una vez hemos dicho «hay que salir en silencio para no molestar a los vecinos», consiguiéndolo más o menos; más de una vez, Blanca habrá pensado en su casa «anda, están formando mucho jaleo, pero déjalos, que hoy tienen ellos su día grande».

En esa pacífica convivencia hemos ido pasando los días y las noches, y hace ya casi veinte años que Blanca nos soporta y que nosotros recibimos de ella también el cuidado por una casa de la que no podemos estar veinticuatro horas pendientes porque vivimos lejos. A la rueda los vecinos de las hermandades, que le ponen santa paciencia y que muchas veces cuidan de aquellas capillas y casas donde saben que se guarda tanto amor y tanta historia. A la rueda los cofrades, para que no se olviden que de esos vecinos, de esos barrios, se escribió el pasado, se hace el presente y se hará posible el futuro de nuestras hermandades. Cuidemos también las piedras vivas del barrio.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...