francis-segura-8-julio-2016

Debo ponerles en antecedentes. En el centro de Aragón hay un pueblito de no mucho más de quinientos habitantes que se llama Villanueva de Sigena. En él, hace medio milenio nació Miguel Servet, una lustrosa figura de la ciencia en España que acabó sus días malamente bajo el filo de la espada calvinista.

Fe de errores. El autor ha modificado el primer párrafo de su texto tras hallar un error histórico. El texto definitivo queda tal como sigue.

En su pueblo, uno de los principales atractivos es el monasterio de Santa María, mandado construir por doña Sancha de Castilla en el siglo XII en el que han vivido, casi ininterrumpidamente, monjas de clausura hospitalarias, manteniéndolo con la generosidad de unos y otros mientras les ha sido posible.

En 1982, las buenas madres del convento se vieron con el agua al cuello. Su mundo se venía abajo y el monasterio también, y como el que guarda un tesoro para que nadie lo vea, tras los destrozos de la guerra civil, la sala capitular donde se reunían iba poco a poco desmoronándose, con el agravante de que aquella estancia de 120 m2 había sido catalogada como «la obra maestra de la pintura románica de Occidente». No creo que fuera fácil acordar que los catalanes vinieran a desmontar la sala para llevársela al Museo de Arte de Cataluña, pero su progresivo deterioro venía de la mano de las cada vez más grandes dificultades para sobrevivir.

Así las cosas, las pinturas de Sigena acabaron sumándose al corpus de arte románica que los catalanes, con más acierto conceptual o no, salvaguardaron en el Museo de Arte gran cantidad de pintura románica para evitar que, malvendida por sus dueños por simple necesidad e ignorancia, saliera de la Península rumbo a los Estados Unidos de América. En su afán recopilador, obras como las de Sigena, pertenecientes a la misma zona geográfica pero de un territorio político distinto, dejaron Aragón para quedarse en Cataluña.

Desde hace años, el Gobierno de Aragón mantiene un recurso abierto contra la Generalitat de Cataluña, una por recuperar y otra por no perder tan valioso tesoro. O a lo mejor, las pinturas de Sigena son sólo la carcasa de un egoísmo recalcitrante basado sólo en el tener. En el arte, como en el amor, hay que saber cuidar lo que se tiene, y a veces puede que alguno lo haga mejor que tú. Pasarle la chorbita al colega que tiene coche y puede llevarla a casa, perder al más guapo de la fiesta porque dejaste la cocina sin arreglar no es cobardía, sino simplemente una buena estrategia.

Hoy en día, Aragón podría cuidar perfectamente las pinturas de Sigena, construyendo para ellas un contenedor posmoderno a las afueras del pueblo para devolverle lo que es suyo a las monjitas cistercienses. Pero ello implicaría que las pinturas sufrieran un nuevo traslado, invirtiendo por segunda vez -y con mucho más gasto- en lo que los catalanes llevan años cuidando con tesón. La historia se puede cambiar, y un cuadro se mete en un camión, pero las pinturas de Sigena, que ya quedaron descontextualizadas al salir del monasterio, sufrirían otra nueva ubicación donde, por sí solas, quizás no tendrían la misma difusión.

A la rueda los funcionarios del Gobierno de Aragón, que defienden lo que es suyo y quieren las pinturas en cualquier lugar menos en Cataluña. Gracias por vuestro interés, pero quitadle a la lechuga las hojas de anti nacionalismo catalán. A la rueda los funcionarios de la Generalitat de Catalunya, que han heredado un museo donde primero se salvaguardaron las obras y luego se acabó custodiando el testimonio de una Cataluña grande en los mapas. Ninguno de los dos tiene toda la razón. Dejemos que dirima la justicia lo que ocurre con ese tesoro desconocido de Sigena, un jalón de la historia de España que clama justicia con su muda policromía.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...