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En esta ciudad darse a valer, exigir que se reconozca la calidad o profundidad de lo que uno hace o dice, es un deporte de riesgo. Como una sesión de paintball de ésas que ahora se han convertido en cita perdida por un resfriado (cfr. la televisión), salir a la palestra a poner en valor lo que has hecho o lo que otros hicieron en un momento pasado requiere armarse de valor para lo que pueda sobrevenir de ello.

Aquí, en esta Sevilla del que fue y dejó de ser, del blasón hecho jirones, remendado una y otra vez, pero blasón al fin y al cabo; en esta ciudad de escudos sobre las puertas (véase el recién restaurado del palacio de los Marqueses de Torrenueva convertido en flamante residencia junto a San Juan de la Palma); en esta ciudad, en fin o en principio, donde por los apellidos se transmite la herencia material y espiritual de una Sevilla caduca y añeja, se tiende a dejar por obsoletos algunos valores que deberían estar presentes y actualizados, dándoles el sitio que merecen antes que otros muchos legados más sutiles y relativos.

Sebastián Santos, el maestro escultor de Higuera de la Sierra, fue y dejó de ser el mejor escultor, religioso y profano, de su tiempo. Fue el mejor cuando podían encargarle aquel busto o aquella imagen para tal o cual hermandad, obteniendo de su entrega y dedicación el fruto ansiado, que nadie podría igualar porque era obra del maestro. Dejó de ser el mejor cuando, pensando en su porvenir, en la manutención de sus hijos y, por qué no, en su prestigio personal, afilaba el lápiz de grafito y escribía una cantidad “demasiado alta” a ojos de la racanería dominante, que era más rácana en tiempos de posguerra cuando convenía.

Sebastián Santos Calero, el hijo del maestro, aprendió seguramente de su padre el valor de lo bien hecho, de lo bien fundamentado, de un modelado seguro, sin ambages, rotundo. Si su padre se consagró a la escultura de interior, convertida en monumento por un día acaso en las procesiones de Semana Santa, Santos Calero ha regalado a la ciudad, al precio justo y contando con la voluntad de comitentes dispuestos a pagar lo que merecía la pieza, los mejores monumentos urbanos que se han venido colocando últimamente. Sirvan de ejemplo los de Juan de Mesa, la Duquesa de Alba, Manolo Caracol o el de Curro Romero, que, puesto ahora en la faena de la noticia, ha propiciado que estas palabras tomen la voz.

El monumento al Faraón de Camas fue añadido en 2001 a un entorno poco civilizado para este tipo de esculturas públicas. Aún no he logrado entender con qué criterio comenzaron a colocarse monumentos en torno al Paseo de Colón, el Teatro y la Plaza. La cosa es que están allí músicos, nobles y toreros, mezclados como cuando salen del coso maestrante una tarde de abril y de gloria…o fracaso, que de todo hubo en los carteles de la historia.

Mezclados en torno a esos monumentos también, los defensores y críticos del arte taurino, y especialmente los enemigos, con una virulencia excesiva y un ensañamiento que hace unos días se convirtió en pintura roja sobre las manos de bronce del monumento al torero que provocó uno de esos dualismos en los que se fundamenta la identidad de la urbe (“ser o no ser currista”, que hubiera dicho Cossío, obra completa de la tauromaquia de antigua renombranza).

Atacada la estatua de Curro, mucho más allá de acabarse la rabia, se despertó el afán patrimonialista de Joaquín Moeckel, abogado que dio a valer el aguarrás como instrumento para limpiar deshonra. Foto en Twitter…y banderas a la guerra. Así de momento, los responsables del cuidado de la estatua mesándose los cabellos, en vez de haber actuado en su momento. Y el hijo del escultor y padre de la criatura lamentándose de tan poca protección que permitió ofensa y desagravio por vías poco adecuadas.

En la rueda de reconocimiento el que pintó de rojo bermellón, el que limpió con aguarrás y el que lamentó después tal desaguisado. Todos con el afán de darse a valer, de vender caro lo que no había sabido defenderse a tiempo. Todos escondiendo sus vergüenzas como el maestro Curro, que, según me decía mi abuela, era el que mejor se daba a valer, huyendo con más valentía que ninguno otro. Aquí, en Sevilla, lo de darse a valer resulta caro. Por eso, el maestro Sebastián lo cobraba bien. Porque, al final, con sólo el vil metal puede sentirse uno tranquilo de que el trabajo ha merecido la pena. De gratis, sólo el amor.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...