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Se hace difícil escribir cuando, de nuevo, el mundo está lleno de palabras, y esta vez no son mensajes de bondad y de paz. Habrá quien no se confiese estremecido, quien piense que de esa forma da menos lugar a los que se han atrevido a tal ensañamiento. Yo lo reconozco, el temor vive conmigo.

Tengo miedo a que de repente, un desalmado haga estallar en pedazos la mísera estabilidad, al menos emocional y psicológica que tengo, y que a este rincón de un Al Andalus que ya no se reconoce llegue la extraña capacidad de horror que han alcanzado unos pocos a quien ni siquiera me detengo a mencionar con su denominación propia, con su marca institucional, porque no tienen y dudo que merezcan nombre.

Intentamos alejarnos de la realidad. Para sentirnos acogidos y abrazados como ocurre todas las noches para quien tenemos esa suerte, desde hace poco o desde hace años, hemos pensado muchas cosas. Primero, que Siria está lejos, que aquella batalla no era tan nuestra. Y los refugiados vinieron huyendo, despertando nuestras conciencias. Ahora tenemos el valor de pensar que París está lejos, que hay que tener mucha mala suerte. Pensamos en Madrid, en Atocha, y decimos, tragando saliva «ya pasó», mientras alguien nos acaricia el rostro, para que, al menos ahora, podamos dormir tranquilos.

Pero por mucho que queramos huir, ignorar, olvidar…todo se hace demasiado presente. Y muchos se atreven a bromear con el caso, difundiendo mensajes de inestabilidad y miedo que provocan sobresaltos de madres y latidos sin compás de parejas a las que tan solo distancia la jornada laboral. Hay un sentimiento peor: la desconfianza que se ha sembrado, que quizás todos nos hemos ocupado de arar y labrar para que florezca, negra de odio y teñida con el rojo de la sangre de las víctimas, que nos hace apartarnos de todo lo que huela al pueblo sirio.

Ellos están, aunque no lo parezca, en todas partes. Y donde menos esperas encontrarlo, te encuentras con su cultura milenaria, con su lengua atractiva y misteriosa (qué bien sonaba ayer en el acto de oración del SARUS)  y con unas ansias de paz que no pueden diluirse en la voluntad hacedora de terror de unos pocos. Hay sirios llenos de buena voluntad, que sufren en silencio el desprecio que se le hace a su tierra y a su gente, y se sienten sin fuerzas para continuar un proyecto de paz que muchos llevan en el corazón y con él huyeron hacia un mundo mejor.

Rawad es uno de ellos. Hace dos meses nos encontramos, en la aventura de buscar un piso para compartir en el centro de Sevilla, huyendo de la crisis y aunando esfuerzos para sobrevivir «en el mundo que me ahoga, que me abraza y que me olvida» que cantaba Rocío Jurado. Ciertamente, fue difícil apostar por él, porque en todos los casos rechazaban a este guía turístico, traductor e investigador simplemente por ser «de donde son ésos del Estado Islámico», poniendo a todos los vascos por pelotaris, a todos los andaluces por fiesteros y a todos los catalanes por rácanos.

A golpe de tópicos, fuimos huyendo también, buscando un lugar donde vivir. Yo me he sentido también refugiado con él, a pesar de tener la comodidad de un hogar donde me esperaba el techo, la comida y la ropa limpia. Rawad, tan alejado de todo aquello terrible, me contó una vez cómo su hermano estuvo secuestrado por el Estado Islámico cincuenta y un días; cómo su prima murió porque una terroristas se inmoló cerca de donde estaba.

Cuando escuchas a ese pueblo lamentando su propia desdicha, te atreves a poner en la rueda de reconocimiento a todo el que hace pagar a justos por pecadores, como si todos fueran iguales, cuando los distintos son los que están sembrando toda esta desdicha. Rawad quiere ser feliz. Igual que todos los sirios. Para él no hay paraíso con vírgenes, porque profesa otra religión. Él solo busca la paz. Y estoy seguro que podemos encontrarla.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...