La ciudadanía ha depositado la esperanza en la transparencia como un mecanismo eficaz para evitar la mentira, la estafa o la corrupción.

Lamentablemente son factores coyunturales los que han elevado a la transparencia a asunto de interés general: ahora que perdimos nuestros ahorros nos preocupamos por saber qué hacen los bancos para ser capaces de garantizar un interés al contratar sus productos, ahora que puede caer un ERE me preocupo por reclamarle cuentas claras a mi empresa, ahora que recortan los servicios públicos quiero saber qué cobran los gobernantes y cuántos coches oficiales o asesores hay.

Hemos puesto de moda la transparencia: empresas, banca, Administraciones Públicas y partidos políticos pugnan por demostrarnos a trabajadores, consumidores y ciudadanos, respectivamente, que la transparencia es una de sus máximas éticas, que no tienen nada que ocultar y que, por tanto, haríamos mejor en fijarnos en la paja del ojo ajeno. Incluso Susana Díaz, en su discurso de investidura como presidenta de la Junta de Andalucía, hacía explícito la importancia que la transparencia y acabar con la corrupción tendrían en su mandato.

¡Paparruchas! Estamos confundidos sobre el significado de transparencia y la rendición de cuentas, y ese vacío está siendo aprovechado por las instituciones para llamar transparencia a cualquier cosa. Vamos camino de vaciar el término, de volverlo polisémico, de dejar que nos lo prostituyan, de un cliché.

Por una parte, la transparencia no evita la corrupción. Países con una legislación muy avanzada en materia de transparencia también disfrutan de escándalos corruptelares –por ejemplo Reino Unido, con una de las leyes de transparencia más avanzadas continúa con casos de corrupción–.

La transparencia, en todo caso disuade de la corrupción… o fuerza al corrupto a hacerse más inteligente. Por otra ya existe, a mi juicio, un consenso suficiente sobre qué debe versar la transparencia y rendición de cuentas. Antes de estar de moda, juristas o periodistas ya venían reclamando sus principios incluso bajo otras etiquetas como acceso a la información.

Ahora la transparencia se entiende como una cuestión normativa en materia de derechos, deberes y obligaciones, existiendo literatura de corte técnica, como las publicaciones referentes de la OCDE y Naciones Unidas, y organizaciones de la sociedad civil como Transparencia Internacional o el Global RTI Rating que miden y comparan la calidad de las instituciones y legislaciones en materia de transparencia respecto de un panel de indicadores de calidad (miren, por cierto, el lugar en el que deja este último a España ;P lógicamente).

A título divulgativo, lo que todos deberíamos conocer sobre una transparencia de calidad es que debe responder a una dualidad oferta/demanda: transparencia activa y acceso a la información. Mediante la aplicación de políticas de transparencia activa, las organizaciones se comprometen a publicar de forma granular, veraz, abierta y actualizada, toda aquella información de interés general para rendir cuentas ante sus usuarios (datos sobre las instituciones y su personal, información económica, planes, programas, informes de evaluación, etc.).

El derecho de acceso a la información permitiría reclamar cualquier tipo de información en manos de las organizaciones. La información publicada por transparencia activa «refiere al lado de la oferta«, y la publicada por el agregado de resoluciones positivas a solicitudes de acceso a la información «refiere al lado de la demanda».

Referido al Gobierno y/o las Administraciones Públicas, la transparencia activa sería una obligación institucional, ¡que nos rindan cuentas! y el acceso a la información un derecho del ciudadano, pues toda la información en manos de la Administración ha sido producida o adquirida con el dinero de todos. Desafortunadamente, no vamos por el buen camino: la recién aprobada Ley de Transparencia del Gobierno de España establece muchas trabas al derecho de acceso a la información y los responsables de velar por dicho derecho resultarán nombrados por el poder político. En Andalucía tan sólo contamos con un Anteproyecto de Ley de Transparencia que tampoco responde a las expectativas ciudadanas.

Debemos ser conscientes de la trascendencia que tiene para la democracia la aplicación de los principios de transparencia y rendición de cuentas pues permiten convertirnos en «auditores de salón» (A. Ortiz de Zárate) lo que derivaría en un clima de «política vigilada» (A. Gutiérrez-Rubí). No es ciencia ficción: incluso sin un marco normativo adecuado se dan ejemplos en España de monitorización parlamentaria ciudadana –véase Qué hacen los diputados o Proyecto Colibrí–, o de hacer públicas las redes de influencia en el poder –véase el próximo proyecto de Fundación Civio: Quién manda, entre otros–. ¡Lástima! No deberíamos dejar escapar la oportunidad de contar con un marco normativo que legitime e impulse el escenario presentado.

Espero haber ayudado a entender mejor que se reclama por transparencia. Que no te la den con queso: la próxima vez que veas en un mass-media la palabra transparencia haz el ejercicio de cambiarla por «berenjena». Como dice César Calderón: «Si no ha cambiado el significado de la frase, no te han dado transparencia, te han dado berenjena».

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