Dice Woody Allen en ‘Annie Hall’, aquella gran película que ganó el Oscar en 1977, que “uno siempre está intentando que las cosas salgan perfectas en el arte, porque conseguirlo en la vida es realmente difícil”. El proceso de ficción creativa conlleva implícito el mensaje de falso; “El poeta es un fingidor”, decía Pessoa.

Efectivamente, para bien y para mal, se finge. Aunque yo no lo llamaría fingir. Se trata de crear belleza, de ordenar las cosas que a uno se le fueron de las manos cuando se manifiesta a través de impulsos procedentes de experiencias personales. En ese orden uno intenta poner en paz sus propios fantasmas, el dolor, la pérdida, el desamor.

Todo proceso creativo se aferra a este axioma. Por eso es ciertamente curioso, pero no irreal, que Henri Matisse, uno de esos pintores atormentados que vivía en un constante estado de insomnio, fuese capaz de pintar un cuadro como ‘La alegría de vivir’. Algunos lo llaman el pintor de la alegría por el colorido de sus cuadros, por la vida que transmiten. En esa obra a la que me refiero muestra una especie de jardín prohibido, arcádico, un Edén algo más poblado que el de Adán y Eva. Voluptuosas figuras desnudas se reparten a través de la pintura en un excelente muestrario de vida plácida y afectuosa. Se abrazan, juegan, hablan e incluso tocan instrumentos musicales.

Matisse buscaba en el arte, en su obra, crear la belleza que su vida era incapaz de regalarle. Por eso siguió pintando hasta la muerte, durante su enfermedad y desde la cama. La vida era aquello que se vivía entre colores y allí no existía el sufrimiento, como dice Rosa Montero en ‘La ridícula idea de no volver a verte’: “Todos necesitamos la belleza para que la vida nos sea soportable”.

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Nace en Cádiz en 1981 y estudia Filología Hispánica entre la UCA y la UNED. Actualmente dirige los talleres de Escritura Creativa de El fontanero del Mar Ediciones. Organizador del festival poético...