Cae irremediablemente la medianoche y tomas el cirio entre tus manos antes de encenderlo. Eres uno más entre sus filas, y tus pasos serán sus pasos, los pasos del Hijo de Dios; los suyos serán los pasos que alienten tu caminar por nuestras calles cuando estas se tornen en sombra y oscuridad, cuando el silencio lo invada todo, y solo sea roto por el toque seco de un llamador, tras el cuál solo nos quedará la música de un rachear de alpargatas.

La noche avanza, y tras una breve parada, toca retomar el camino. De nuevo una mirada al frente, otra cuenta en tu rosario, y a la vuelta de la esquina, gente que espera con la mirada puesta en una interminable hilera de cirios, que a la antigua usanza, entregan su luz a la noche sevillana cuando la luna comienza a sentirse agotada por la Madrugá.

Otra parada. Te detienes y no puedes evitar dirigir la vista hacia tus pies descalzos, cansados, dolidos; luego al alzarla te encuentras con el horizonte, con la profundidad de la calle, con el frío que es más profundo aún y te cala hasta los huesos. En ese preciso momento el humo del incienso se apodera de todo, un penetrante aroma invade a los presentes momentos antes de que tras esa gigantesca nube, se intuya la luz de los faroles delanteros del paso, aquellos que enmarcan la zancada más portentosa que pueda dar un reo con su cruz a cuestas camino del monte Calvario.

Transcurre el tiempo, pasaron las horas y el alba está a punto de despuntar. Ésta es la última parada, ante tí la inmensidad del templo, puertas abiertas de par en par. Plaza de San Lorenzo en estado puro.Hermanos que van aparcando sus cirios a un lado cuando atraviesan el dintel. Rompen el silencio las golondrinas. Fugazmente se consumió la noche, y durante todo el recorrido no has sido capaz de mirar atrás. Es en ese momento, cuando el sonido de una campana indica que el amanecer se acerca y viene devolviéndole a nuestro cielo el color azul de la mañana, la noche ha tocado a su fín. Ha llegado el momento, en ese instante vuelves tu mirada; ahora tus ojos miran a sus manos, a sus ojos, a sus pies que al igual que los tuyos han caminado atravesando calles abarrotadas de fieles dando testimonio de fe. Te persignas, y de esa forma, sin mediar palabra te despides de Él y de su Madre hasta la próxima vez que pases a verlo por la Basílica.

De vuelta a casa sigues con tu mirada al frente, con tu semblante serio y los ojos cansados, con los pies descalzos, derrotados, pero con el sentimiento de que un año más has cumplido esa promesa y tus pasos han sido los suyos, los pasos del Gran Poder por las calles de Sevilla.

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