Llorando
de cara a la pared
se para la ciudad
Lhasa de Sela
Laura Rosal. Es inexplicable: alguien se arroja al vacío. Todo queda inmóvil. La tormenta tensa los músculos. La gente pregunta, y como es habitual, nadie comprende. Miro al cielo, está rojo y pálido. El cielo sangra. La mañana, afilada, se duele en círculos. Alguien se ha ido. Se puede respirar el hueco que deja. El aire envenenado.
Las malas noticias se reciben como puñetazos en el estómago. Uno al principio no sabe cómo reaccionar. Uno escupe, se paraliza, nota como el oxígeno se demora y no alcanza la boca. Uno trata de respirar estremecido. Llora. Grita. Uno se calla. Deja caer los párpados porque el peso que acumulan es inefable. Los sentidos se apagan poco a poco, como una ciudad dispuesta -por fin- a dormirse. Pero el nudo en la garganta continúa apretando. Apagamos la luz, apagamos el cerebro y cerramos los sentidos de un portazo. Nos escondemos bajo las sábanas. Nos anestesiamos. Y entonces, la tristeza. La tristeza es el peor mal de nuestra época. La tristeza es un monstruo debajo de la cama, que asalta y cercena en mitad de la noche, en mitad del vacío.
El 1 de enero murió Lhasa de Sela, cantante, poeta, títere. 37 años y cáncer. Belleza deshecha. Lhasa, desdeñosa, fiera ofendida. Enero nacía con lágrimas. Y enero se va a la mierda. ¿Cuántos muertos, enero?
Se respira algo triste hoy, algo que ocupa su hueco preciso entre la carne y el corazón. Su precioso espacio reducido a lluvia. Y podemos gemir y patalear como un bebé furioso. O podemos callar el secreto, mordernos los labios, dejar que el llanto reviente dentro. Como las gotitas de lluvia que ahora se van rompiendo violentamente contra los cristales.
Porque la muerte es una mano negra en un saco. Alguien se ha ido y ni siquiera soy capaz de escribirlo. Alguien que ha decidido saltar. Alguien que se deshace como agua. Y a veces, una se pregunta si hay alguien más ahí, al otro lado. Por ejemplo, ahora.