Labios rojos, labios húmedos, labios de seda. Me preguntas: ¿qué es la seducción? Saborear las palabras antes de dejarlas escapar entre las comisuras. Masticar el soplo, derramarlo. Un escalofrío. Adoptar la postura estratégica. Mover las manos así, dulcemente. No una mirada, sino la mirada. Los párpados que reclaman una caricia, el tacto del otro. Susurrar exactamente lo que cada uno quiere escuchar en su momento preciso. La seducción es un darnos por completo, una entrega ceremoniosa.
Laura Rosal. “Llevar aparte, desviar”, ese es el significado etimológico del verbo seducir, seducere. Con su sonoridad casi consigue dibujar en la mente una escena secreta, un rincón con olor a especias, una vela que no alcanza a consumirse. La docilidad de los cuerpos extraños. Pero resulta obligatorio distinguir entre sexualidad y sensualidad. La primera proviene de lo natural: el deseo en sí, sin necesidad de subtítulos. La sexualidad responde a ese primer impulso -la pulsión- la parte más animal de cada uno. La sensualidad, en cambio, hace referencia a lo ritual.
Y tú me preguntas qué es la seducción, cuando hoy en día la pregunta adecuada quizá sea qué no es seducción. Baudrillard explica que “somos una cultura de eyaculación precoz”. Manda el aquí y ahora. Se ha perdido la belleza del rito. Manda la inmediatez y el atajo burdo. Incluso en el discurso político la retórica necesita de lo físico, lo tangible y sensitivo que conlleva la seducción. Se dice que es del camino más corto para alcanzar cualquier meta. Creo que sí.
Pero la seducción también es este leerme entre líneas. Este intento estéril de descifrar. Este sugerir, nunca mostrar. Dejar las pistas habilidosamente dispuestas. Cuidar el detalle. Cuidar el placer por el placer. Dar licencia máxima a la imaginación, autorizar a los sentidos para que se deslicen en sigilo. Nunca la puerta abierta, siempre una rendija.