Era inevitable, tenía que volver. Tenía que volver París a mis labios, a mi tinta. Tenía que abrir en canal a la ciudad, despedazarla otro poco, pero esta vez mostrar algo más que su desencanto: mostrar también el beso. Mostrar la luz penetrando de esa forma tan singular y bella que tiene de hacerlo entre sus comisuras. París no es sólo sus tópicos. Sus tópicos son enormes y justificados. Pero sus secretos aún más.
Laura Rosal. La primera vez que fui a París tenía la inexorable sensación de viajar a una ciudad que ya conocía. Esta es mi ciudad, pensaba. Pero en el avión me asaltó el miedo, ¿y si me decepciona? Obviamente no lo hizo. Toda la belleza de la que había oído hablar se multiplicó una vez que mis pies palparon su suelo. Toda la tristeza también, porque París puede ser fría y cruel. Pero esta vez cogí mi cámara y me acerqué a un momento íntimo. A uno de esos en los que uno no está invitado pero se cuela sin permiso porque siente la necesidad de contar lo que tiene ante sus ojos. El amor descarado en las azoteas de las galerías Lafayette.
Parece que sobre París ya se ha dicho todo. Lo que uno siente cuando visita esa gran ciudad (o cuando vive en ella) ya lo sintieron otros. Los poetas ya reinventaron la metrópoli hasta el hastío. Los músicos le han puesto banda sonora una y otra vez. Los pintores y los fotógrafos le han sacado punta a todos sus rincones; a los más célebres pero también a los que pasan de desapercibidos. El simple hecho de nombrar la ciudad me trae a la cabeza un diluvio de nombres, de citas y de canciones. Imposible no hacer hueco a los gorjeos de Edith Piaf, a los susurros de Yves Montand, a las fotografías vivas de Cartier-Bresson o de Doisneau, a los versos de Verlaine. Para Hemingway París fue una fiesta: allí vivió muy pobre y muy feliz. Para Vila-Matas, París no se acaba nunca, y eso es lo que más me sigue atrayendo de ella: que resulte infinita, que sobreviva, que se perpetúe inmutable. Que siempre nos quede.