Desde que emigré me he ido convirtiendo en un embajador de sevillanía que roza lo vergonzoso: mi salón lo preside un póster antiguo de Gambrinus, en mi cuarto cuelga la bandera del Centenario y el domingo pasado me sorprendí a mí mismo montando un puzzle 3D de la Giralda. Y la cosa está yendo a peor en estas últimas semanas conforme se acercan las dos finales del Sevilla.

Por un lado, está el orgullo de ver que el interés por el Sevilla sale de las tertulias de «Libre y directo» y se cuela en medios holandeses y, por otro, la frustración de no poder vivir este final de temporada rodeado de más sevillistas. Tendré que relajarme porque, con tanta exaltación de la sevillanía, me veo asaltando iglesias protestantes al grito de «Viva la Virgen del Rocío» la madrugada del lunes.

Esta vez, como todas las anteriores, no iré a la final. Y esta vez, como todas las anteriores, vuelvo a sentir que estoy fallándole a Monchi personalmente. El hombre consigue organizarnos, temporada tras temporada, un equipo campeón para que podamos disfrutar de esos momentos, y yo, por unas cosas o por otras, termino siempre traicionando al sevillismo y viendo el partido por la tele.

Como tantas otras veces en esta última década, después de tantear a colegas, de mirar precios, días de vacaciones y demás, he terminado por convencerme de que no puedo asistir. Me he conformado con el consuelo de que ya iré a otra final. Ya iré a otra final, digo… Como si fuera fácil o como si no hubiéramos tenido ya suficientes. Y, sin embargo, ahí seguimos, volviendo a jugarlas una y otra vez y con una extraña tranquilidad de que, gracias a los que están, seguirán llegando.

Todavía, después de diez años, hay quienes siguen aferrándose a la idea de que la verdadera grandeza está en la derrota, poniendo en una balanza los títulos y en otra, los-sentimientos-universales-que-no-se-pueden-explicar. Hay que estar medio majara para intentar comparar la resignación de quienes se han acostumbrado a perder con la euforia de quienes no paran de ganar. En el fútbol, no hay nada como la satisfacción de pasar eliminatoria tras eliminatoria, de acercarse poco a poco y de terminar ganando el título. Y nosotros, una temporada más, volvemos a estar a las vísperas de dos finales en menos de una semana. Sí, claro, somos «una afición de finales» pero es que, a estas alturas, no podemos ser otra cosa.

De madre sevillana y padre granadino, nació en Almería en 1991. En 2015 se tuvo que marchar a la Universidad de Groninga para poder estudiar la Sevilla moderna de verdad (la del siglo XVI). Es, además,...