daniel-gallardo-27-8-2017

Tras haber repasado de forma muy breve la historia de la emigración andaluza desde finales del s. XIX hasta los años setenta en dos artículos anteriores, hoy me dispongo a contaros la última parte de mi relato, donde me centro en lo acontecido en los últimos años.

Después de la gran oleada de compatriotas que partieron para Cataluña y el País Vasco en la década de los sesenta y setenta, la situación cambiaría radicalmente poco después, gracias al robustecimiento de los servicios públicos regionales y municipales, a la mejora de las comunicaciones y, en definitiva, al aumento del nivel de vida en las regiones rurales.

Las posibilidades que se comenzaban a abrir a partir de los años ochenta no solo motivaron a un gran número de trabajadores a quedarse, sino a muchos otros a probar suerte en tierras andaluzas. Como consecuencia de esto, el número de emigrantes se pondría en niveles similares al de inmigrantes por primera vez en mucho tiempo. Finalmente parecía que Andalucía, junto con España, comenzaba a florecer de forma sostenida.

Por desgracia, la crisis de 2008 acabó demostrando que una parte de ese florecimiento era el resultado de una ilusión creada por la burbuja inmobiliaria. Nuestra economía no estaba creando tanta riqueza como parecía y, por lo tanto, no estaba proporcionando las oportunidades que su pueblo necesitaba. De nuevo, la tragedia se volvía a repetir: Andalucía comenzaba a expulsar a su gente.

Alguien puede argumentar que no debería criticar estos procesos migratorios en la forma en la que lo he estado haciendo en estos tres artículos, ya que han beneficiado a muchas familias a lo largo del tiempo. ¿Cómo va a ver mal un trabajador emigrado, y que ha conseguido alcanzar un nivel de vida que su tierra no ofrecía, que sus compatriotas busquen un futuro mejor lejos de sus hogares? Honestamente, no tengo nada que reprochar a este comentario. Es totalmente cierto y legítimo. Sin embargo, cuando miramos el bienestar de una sociedad en su conjunto, y no el de personas concretas, tenemos que adoptar una perspectiva diferente.

Si desde finales del s. XIX hasta la actualidad Andalucía ha experimentado una salida continuada de personas, lo que en realidad hemos estado perdiendo es una gran cantidad de trabajadores. Y si la mano de obra, junto con el uso de maquinaria, es necesaria para crear riqueza, lo que hemos dejado escapar todo este tiempo ha sido una mayor capacidad para construir una región más próspera. Además, en esta última oleada migratoria parece ser que estamos perdiendo aún más, porque muchos de los emigrados son trabajadores con niveles de estudios muy elevados. Con estos emigrantes altamente cualificados, no solo perdemos los frutos de su trabajo a día de hoy, sino también la inversión realizada por todos nosotros para que obtuviesen unos niveles de educación y salud dignos de un país desarrollado.

En el primer artículo de esta temporada resaltaba el enorme progreso en términos de bienestar que habíamos conseguido desde 1900, y especulaba que Blas Infante se enorgullecería de esto. Sin embargo, y sigo especulando, no todo serían buenas noticias para él, ya que nuestra tierra ha sido testigo de una perdida continuada de talento, ideas, manos para trabajar, vecinos, amigos y, lo más importante, miembros de nuestras familias. A pesar de todo lo que hemos avanzado durante los últimos cien años, nuestra tierra todavía llora la partida de miles de personas, a la vez que anhela el regreso de aquellos que se fueron.

Andalucía se desangraba a finales del s. XIX por sus puertos; se desangraba en los sesenta y setenta por sus estaciones de ferrocarril; y, un siglo después, se sigue desangrando por sus aeropuertos.

De padres gaditanos, nació en la Alemania dividida de 1987. Lo único que tiene claro es que la humildad y el olor de su tierra no se le han olvidado y que, a pesar de que cada región es especial en...