Decía hace unos días Josep Borrell, en plena campaña electoral catalana, que “no podemos aceptar que cada vez que alguien diga que no es independentista se nos llame fascistas”; algo que comparto; no la afirmación, obviamente, sino la queja porque, de un tiempo a esta parte, esa cantinela no para de oírse en la refriega política. Y digo refriega en lugar de debate político, porque los que suelen utilizar el témino lo hacen en la violencia verbal de la riña política cuando su dialéctica, que suele ser cortita, ha llegado a su fin o cuando la capacidad intelectual del contendiente en la discusión no da para más que para el exabrupto. Ese “¡Fascistas!”, con mayúsculas, rotundo y campanudo, suele utilizarse y escupirse, con frecuencia, desde la mayor de las ignorancias y en cualquier circunstancia, da igual que los insultados hayan dado muestras sobradas de su respeto a la democracia. Ese tipo de excesos verbales, fruto de la incultura política, son un insulto en sí mismo para aquellos que sufrieron en sus propias carnes la verdadera iniquidad del fascismo que, como movimiento totalitario, nació en Italia de la mano de Benito Mussolini a comienzos de siglo XX, a partir del socialismo y de la exaltación nacionalista. La historia ha demostrado, después, que se puede llegar al totalitarismo y al fascismo desde diferentes postulados ideológicos; desde el liberalismo hasta el comunismo, todo depende del grado de la exaltación que consiste, según la Academia, en dejarse arrebatar de la pasión, perdiendo la moderación y la calma.

Borrell y muchos otros se lamentan ahora, con razón, de los juicios y calificativos que padecen por el simple hecho de defender una ideas diferentes a las de una mayoría parlamentaria que intenta lapidarlos arrebatados por la pasión nacionalista. Yo, que durante casi treinta años he militado en un partido nacionalista, los entiendo y comprendo su inquietud porque yo, durante todos estos años, tuve que sufrir que dirigentes populares me llamaran asesino porque muchos nacionalistas vascos lo eran, y daba igual que yo y mi partido condenáramos sus atentados; tuve que aguantar durante todos estos años que me llamaran separatista porque los nacionalistas catalanes lo eran, aunque mi partido nunca invocara la independencia como un fin político. Yo, que amo la paz y detesto la violencia tuve que oír, hace unos días, cómo aplaudían los socialistas a Manuel Vals, expresidente de Francia, cuando afirmaba en un mitin que “el nacionalismo es la guerra”. Yo, que soy un demócrata convencido y creo en la solidaridad entre los pueblos y entre los hombres, tengo que leer de mi admirado escritor Vargas Llosa unas líneas en las que dice que “el nacionalismo es una ideología reaccionaria, antihistórica, racista, enemiga del progreso, la democracia y la libertad”.

Me consuela, que en otro momento escriba que “sólo de manera fugaz y coyuntural es el nacionalismo una ideología progresista; ocurre cuando prende en los países colonizados por una potencia imperial, que explota y discrimina a los nativos…”. Yo me pregunto y le preguntaría: ¿qué ocurre cuando a una parte de un país la tratan como a una colonia nacional y se discrimina a los que viven en ella, sean nativos o no, conminándolos a ser los últimos de la fila en casi todo?

Ojalá, don Mario, acabe esta coyuntura histórica y mi nacionalismo sea fugaz. Ese sería mi mayor deseo, porque sería una señal de que Andalucía habría dejado de ser la cenicienta de España; aunque me temo que al pueblo andaluz le va más ese otro nacionalismo que usted defiende y alienta y que condena a los andaluces a viajar en el último vagón del tren pero, eso sí, conformados con un bocadillo de regalo para hacer menos penoso el viaje.

Yo, después de treinta años, me niego a pedir perdón por lo que he sido y por lo que he luchado, simplemente porque todos, afortunadamente, no somos iguales, ni siquiera los nacionalistas.

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...