Recuerdo el día en el que mi amiga Conchita se casó y se fue a vivir con Antonio, su flamante marido, que acababa de salir de la Academia de la Policía Nacional, al País Vasco. El día de la boda, como ocurre con todas las bodas, fue un día festivo pero en el ambiente, junto a la algarabía, sobrevolaba la sombra del miedo; un miedo callado que todos teníamos presente pero que nadie se atrevía a nombrar: el miedo a ETA. Sabíamos que Antonio y Conchita vivirían varios años en el País Vasco, pero nadie tenía la seguridad, ellos menos que nadie, de si Antonio volvería con vida a Andalucía porque, en aquellos años, casi a diario, muchos policías y guardias civiles andaluces eran asesinados por un grupo de terroristas fanáticos empeñados en conquistar, por medio del terror, la independencia de Euskadi.

Antonio y Conchita, al cabo de unos años interminables, especialmente para ella que muchos días esperó desesperada el regreso de Antonio, volvieron felizmente a Andalucía pero, otros muchos, dejaron su vida allí y en otros lugares por el simple pecado de buscar el pan de sus hijos, un pan que Andalucía no les daba. Con ellos, y hasta hace muy pocos años, murieron muchos guardias civiles, pero también políticos, jueces, fiscales y muchos ciudadanos anónimos, víctimas de atentados selectivos y a veces indiscriminados como el del Hipercor de Barcelona.

Fueron años muy duros y muy difíciles en los que nuestra joven democracia se tambaleó hasta el punto sufrir, el 23 de febrero de 1981, un intento de golpe de estado. Pero a pesar de todo resistimos a los golpistas y al dolor y el terror de los terroristas, aunque a un alto coste, porque la democracia no podía rendirse ante aquellos que pretendían por la fuerza de las armas conseguir algo que la democracia, con la Constitución en la mano, no estaba dispuesta a darles: la independencia. En eso casi siempre hubo un acuerdo unánime de todas las fuerzas políticas, aunque la gente corriente en las calles o en las tertulias de café, cada vez que había un atentado, reclamaban indignados una valla en la frontera de País Vasco e incluso la instauración de la pena de muerte para los terroristas. El miedo casi siempre da paso a la sinrazón y cuando eso ocurre los sueños de la razón acaban produciendo monstruos; el peor de todos ellos es el odio.

Aquella unanimidad de las fuerzas políticas en cuestiones de Estado, en los últimos años, se ha roto, y la crisis económica, por añadidura, ha dinamitado todos los consensos. El caso catalán es un ejemplo de ello. Una parte del Parlament de Cataluña, ha decidido que todos los males de su crisis económica se deben a que los demás les robamos; especialmente les molestan los andaluces, a los que no dudan en despreciar e insultar llamándonos vagos y flojos; da igual que fueran muchos los andaluces emigrados los que ayudaran a forjar con su trabajo la riqueza de la burguesía catalana o que tengan una industria pujante porque les compramos sus productos. De los dineros que se han llevado cada vez que Pujol negociaba los presupuestos del Estado con González, Aznar o Zapatero, ya no se acuerdan. Y ahora, como el niño consentido, si no aceptamos el “pulpo como animal de compañía” se llevan el juego para que no juegue nadie. Y mientras esto ocurre, los partidos estatales se dedican a tirar la caña electoral a ver lo que pescan.

Cuando he oído estos días a algunos políticos decir que hay que negociar con quienes de forma insolidaria han decidido de forma unilateral declarar la independencia sin contar siquiera con la otra mitad de Cataluña; que hay que negociar con los que desprecian e insultan a los andaluces; que hay que seguir comprándoles, como en los tiempos de Pujol, su fingida e interesada lealtad, me han venido a la memoria las fatiguitas que pasaron Conchita y Antonio en el País Vasco y me han sugerido una reflexión que quiero compartir:

¿Así de fácil es conseguir la independencia? ¿Por qué en Cataluña, ahora, sí es posible y no lo fue en el País Vasco? ¿Acaso los vascos no la pidieron cientos de veces, durante décadas, en las calles de Euskadi? ¿Para qué murieron tantos inocentes si era tan sencillo acabar con el problema? ¿Bastaba sólo con sentarse a negociar y cambiar la Constitución a su dictado? ¿Negociar para qué…, para qué sigan teniendo más privilegios los que nunca han dejado de tenerlos?

Yo, desde el andalucismo militante, luché siempre contra ese nacionalismo insolidario que amenazaba constantemente con pedir la independencia mientras Andalucía seguía en el furgón de cola de un estado de las autonomías asimétrico, donde ellos siempre salían ganando. Por eso ahora me indigna ver como algunos dirigentes políticos andaluces apoyan fervientemente “la lucha del pueblo catalán por su libertad”. A estos políticos ya no les importan los andaluces de la “novena provincia”; les da igual que los tachen de “charnegos”; les da igual que se dejaran la piel para hacer más ricos a los ricos y ahora los traten como parias. A algunos se les ha olvidado incluso la “Andalucía libre” que proclama nuestro himno y hasta el 4 de diciembre de 1977 cuando los andaluces dijimos que no queríamos ser menos que nadie y que éramos tan históricos como los vascos, los catalanes o los gallegos. No hay nada peor que un pueblo y que sus dirigentes pierdan la memoria.

Yo creo en el derecho a decidir pero por unas mayorías muy cualificadas; yo creo que las constituciones se deben cambiar pero con el consenso de todos; pero también digo que si se quieren ir: ¡que se vayan! Y como a los del Brexit habrá que hacerles la cuenta y el finiquito; y si al final terminan quedándose, por mor de una negociación torticera, yo soy un andaluz que no está dispuesto a admitir ser tratado como un español de segunda para que sigan habiendo españoles de primera.

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...