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Cuando murió Franco, yo tenía catorce años; así que viví la transición en plena adolescencia; no pude votar en las elecciones municipales de 1979 porque me faltaban meses para cumplir los dieciocho años.

De aquella época recuerdo especialmente los debates parlamentarios; unos debates de altura con oradores como Suárez, González, Carrillo, Fraga, Roca, Rojas Marcos y otros muchos, gracias a ellos conocí la política en su sentido más noble: persuadir y convencer por medio de la palabra.

Recuerdo también, con nostalgia, el programa de televisión “La clave”, de José Luis Balbín; aquel programa fue una escuela de democracia para muchos; muchos nos educamos política y culturalmente con aquellos debates televisivos por los que desfilaron toda la intelectualidad española y muchos invitados extranjeros expertos en los temas variopintos que cada semana se trataban.

Ahora, no sé si cegado por la nostalgia de aquellos años, me resisto a seguir las tertulias televisivas. No soporto a la seudo-intelectualidad de este país que con sus disputas barriobajeras y sus demagogias baratas, se escupen reproches a la cara, arropados por un público que los jalea como si fueran los espectadores de un circo romano.

Por no hablar del nivelito de nuestros parlamentarios actuales. Hace décadas que la oratoria de altura abandonó los escaños del hemiciclo del Congreso de los Diputados; aquellos brillantes discursos de la transición, salvo honrosas excepciones, no se han vuelto a oír. Ahora imperan los discursos histriónicos y rufianescos que en muchas ocasiones sobrepasan la necesaria cortesía parlamentaria. Políticos asimilables al general Millán Astray, pretenden vencer a toda costa y sin respetar nada, como Unamuno reprochó al general mutilado en el paraninfo de la Universidad de Salamanca: “Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto… Venceréis pero no convenceréis”.

La oratoria es el arte de la elocuencia; por eso, por ser un arte, muchos agradecemos y ensalzamos un discurso brillante aunque no compartamos el fondo. El orador elegante si además es inteligente, lo cual suele venir por añadidura, siempre termina venciendo en la lid dialéctica. Recuerdo una anécdota que leí del escritor y político granadino Francisco Martínez de la Rosa, que fue presidente del gobierno en el año 1934, durante la Regencia de María Cristina; como el político granadino era, por lo visto, un poco afeminado, cuenta la historia que en un debate parlamentario un orador rufianesco, en la disputa que tenía perdida, le espetó a Martínez de la Rosa: ¡Ya sabemos que su señoría utiliza calzoncillos de seda! A lo que el prócer granadino, respondió con elegancia oratoria: ¡No sabía que su señora fuera tan indiscreta!

Para defender una idea o una opción política, las cosas se pueden decir de mil maneras, pero adonde llega la seda que se quite el percal. Los que llegan al insulto son aquellos a los que su inteligencia no les da para más.      

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...