manuel-visglerio-29-8-17

Llevo varios días con un entripado intentando digerir el atentado terrorista de Barcelona y todo lo que ha concitado posteriormente; la verdad es que gran parte de lo que ha ocurrido en los días siguientes a la tragedia lo he tenido que rumiar; sí, rumiar, porque para tragarse tantos despropósitos hace falta tener más de un estómago.

¡Cuántas barbaridades hemos tenido que oír! Soflamas incendiarias, proclamas racistas, apologías del terrorismo, homilías frentistas. Es verdad que, en los patios de vecinos, se oyen más a los que más gritan; lo descorazonador, durante estos días, es que han sido muchos los que han estado gritando; ni siquiera han respetado el duelo que se debe a las víctimas y a sus familiares.

Decía Blaise Pascal que: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, que nuestro corazón nos hace decir cosas que jamás hubiéramos pensado o nos incita a hacer aquello que nunca nos habíamos propuesto. Cuando uno escucha a una dirigente de la CUP argumentar que los atentados son una consecuencia del fascismo y del capitalismo, sin nombrar para nada al yihadismo, y después escucha uno a un párroco de Madrid otorgar parte de culpa de los atentados a la alcaldesa de Barcelona porque no colocó unos bolardos que el propio Ministerio del Interior recomendó colocar sólo en navidades, se queda uno pasmado, por no decir algo más fuerte.

De manera que para el señor cura, parte de la culpa es de los que él define como “extrema izquierda, de los comunistas y de los radicales”, y para éstos la culpa es del “fascismo y del capitalismo”; ambos se olvidan de los verdaderos culpables: los terroristas, a los que sólo se cita de pasada, como excusa para el argumento. Yo creo que Pascal no se equivocaba; es verdad que por algunos corazones parece que fluye una “malasangre” que nubla la razón; algunos al Dios de la Paz lo apostolan con el crimen y otros al Dios del Amor lo predican con el odio.

Dice un sabio refrán que: “Nadie escarmienta en cabeza ajena”, pero yo creo que, por desgracia, en este país no escarmentamos ni en cabeza propia. En el año 2004, sufrimos un atentado muchísimo más grave, por el número de víctimas, que el que acabamos de sufrir ahora y, ya entonces, la lucha política se interpuso en el camino del duelo; hoy, trece años después, nadie se acuerda de aquellas víctimas, a las que ya se les erigieron, en su momento, sus monumentos y sus memoriales; nadie recuerda hoy quiénes fueron los asesinos ni cuántos eran; sólo recordamos a los que nos entrometieron en aquella guerra sin sentido y sin armas de destrucción masiva. Algunos, entonces, como ahora, llevados de su particular e interesado síndrome de Estocolmo, hasta consideraron el atentado la consecuencia lógica de una decisión política errónea; como si tuviéramos que pagar un tributo de sangre por las vidas que se perdían en el desierto de Irak. Otros, entonces, como hoy, desde sus tribunas, insultando nuestra inteligencia, pretendieron salvar los muebles atribuyendo el atentado terrorista a ETA.

¡No tenemos arreglo! Como dijera Gustavo Adolfo Bécquer: “Hoy como ayer, mañana como hoy, ¡y siempre igual!” Aquí cada uno, como en un acto tribal, acusa o justifica, sin el menor escrúpulo, aquello que defiende su rebaño. ¡No tenemos solución! Ya lo dejó escrito, para  nuestra desgracia, Antonio Machado, en Proverbios y cantares: “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Parece que la maldición no acabará nunca.

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...