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Según la psicología la culpa es un estado afectivo en el que la persona experimenta un conflicto emocional por haber hecho algo que piensa que no debió hacer o, por el contrario, por no haber hecho algo que debiera; pudiendo desencadenar, incluso, un trastorno obsesivo compulsivo.

Por lo que se ve el sentimiento de culpa puede llegar a amargarle la vida a cualquiera, sobre todo si realmente se es culpable de algo. El problema se retuerce cuando nos cargan una culpa de la que no somos responsables o utilizan esa culpa como chantaje o justificación para obligarnos a hacer algo que nuestra voluntad o nuestra razón no terminan de asumir. Generalmente la estrategia de atribuir culpabilidades es muy habitual entre aquellos que detentan una posición de poder o que aspiran a lograrla, ya sea política, social o religiosa.

La táctica del reproche de la culpa la sufrimos desde pequeños, yo diría que desde la cuna pues sólo por nacer, según la tradición judeocristiana, cargamos con la culpa de Adán; el cual por morder, en el paraíso, la manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal, nos dejó a todos en herencia el pecado original. Culpa y pecado que sólo podemos redimir con el bautismo. Por no hablar de nuestra responsabilidad en la muerte de Jesucristo; oír, a ciertas edades, que por nuestra causa Cristo fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, hace casi dos mil años, puede resultar difícil de asimilar.  

Esto ocurre, entre otras cosas, en el ámbito de lo trascendental, pero en el dominio doméstico el chantaje emocional también ha dado mucho juego; sobre todo cuando flaqueaba la autoridad paterna o materna. Todavía recuerdo cómo mi madre me obligaba a engullir toda la comida so pena, o mejor so culpa, de que los niños de África se murieran de hambre. Cuando la estratagema no funcionaba, que en temas gastronómicos era muy habitual, llegaba, a reglón seguido, el castigo, que también tenía su gradación y su categoría, porque no era lo mismo no comer un plato de lentejas, supuestamente repugnantes, que romper el jarrón de porcelana del salón o cualquier otro objeto fetiche del hogar. En estos casos la justicia materna no sólo era ciega, sino además universal, pues se llevaba un mandoble el que estaba más cerca del percance o todos los hermanos de forma solidaria.

También en la escuela huir de la culpa era huir del correctivo. Por eso antes de que el maestro interrogara a la clase sobre una barrabasada, ocurrida en el aula, todos nos sacudíamos la culpa; porque tan importante era no tener la culpa, como no parecer culpable; por este motivo surgió el delator o “pelusa” que acusaba para evitar el castigo ya que, muchas veces, la justicia del profesor no sólo era ciega sino además arbitraria haciendo pagar a toda la grey la culpa de una sola oveja.

En el ámbito social, sobre todo en los barrios o en los pueblos, la cuestión de los reproches y las culpas, a menudo resulta cruel a fuer de pintoresca; y es que, más de uno, habrá podido comprobar lo que ocurre cuando se desata un rumor. La entrada en el cuartel de la Guardia Civil, acompañado de otras personas, para denunciar la perdida de tu documentación, puede acabar en el otro extremo del pueblo como una detención por la “secreta” haciéndote culpable de tráfico de drogas. Amparado en la masa, es muy estrecho el espacio entre el cotilleo y la calumnia.

El tema de las culpabilidades y de su uso puede llegar al paroxismo cuando se emplea políticamente de forma bastarda; sobre todo en este mundo actual en el que la globalización de las comunicaciones nos desvela a diario y en directo, mientras cenamos cómodamente en  nuestras casas, no sólo nuestras miserias sino también las miserias y las fatalidades que ocurren en los lugares más apartados del mundo.

A mí, como a todos, se me rompe el alma cuando veo cómo muere la gente en el mar huyendo del hambre y de la guerra o a manos de quienes dicen actuar en nombre de dios en atentados indiscriminados; pero también, al menos a mí me ocurre, se me revuelven las tripas cuando algunos pretenden hacernos culpables, desde una tribuna o un púlpito, de todo lo que ocurre tras la pantalla del televisor como si ellos fueran la conciencia del mundo y nosotros los responsables de los males del universo, a no ser que los sigamos a ellos cerrilmente contra sus adversarios, en cuyo caso entramos en el grupo de los elegidos.

Llegados a este punto, a estos les digo que yo no tengo la culpa del hambre en el mundo, ni de las guerras, ni de las miserias; que si quieren buscar culpables que no los busquen maltratando las conciencias de la gente. Que no se pueden generalizar las responsabilidades y las culpas; que yo, como europeo no soy culpable de lo que decida la Comisión Europea sobre los refugiados, ni tampoco me creo con derecho a acusarlos de querer hacer daño a sabiendas.

Por mucho que digan, yo no me siento cómplice de lo que ocurre en Siria, ni en Libia, ni en Egipto, ni en Túnez, porque yo no comencé la primavera árabe ni tuve nada que ver con Gadafi, con Mubarak, ni con Al Assad. Yo, para atacar a Obama no justifico a Putin, ni aplaudo a Irán para joder a Turquía, ni tampoco hago lo contrario porque creo que todos, incluida Europa, en mayor o menor medida, son culpables de lo que está ocurriendo. Y que a mí, por supuesto, me preocupa lo que ocurre, y que me voy a seguir comiendo mi plato de lentejas aunque con ello no vayan a dejar de morir niños en África, porque lo que nos queda, creo, como decía Antonio Machado, es practicar el secreto de la filantropía y dejar de lanzar culpas interesadas, porque al final como dice la gente: ¿la culpa es algo?

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...