Hace ya bastantes años, remití a un pequeño teatro de la ciudad una petición para colaborar de manera solidaria o altruista con un colectivo en que yo desarrollaba unas prácticas curriculares.

Como en el centro en que trabajaba nos comunicábamos por intranet y casi nadie tenía correo institucional, inocentemente, utilicé para la petición mi E-Mail personal, que por otra parte, era lo que hacíamos allí casi todo el mundo.

La historia es que la dirección del teatro jamás contactó conmigo, cosa que sí hicieron otras salas de la ciudad, y para colmo de chistes, me incluyeron en su lista de distribución promocional.

Realmente, mi desapego por la cultura no es mucho, y en otras circunstancias no me habría importado estar al día de su oferta. Pero tal y como había sido su respuesta de ignorancia hacía mi petición, sin ni siquiera escribirme con un cortés correo negativo, me enfadé bastante.

Como muchas veces hago lo más impulsivo, que no es lo más inteligente, escribí un correo exponiendo mi indignación por su actitud. Siempre me quedará la intriga si lo leyeron antes de borrarlo y si se rieron mucho. Tras esto, escribí bastantes mails más, solicitando me dieran de baja de una lista en que nunca quise figurar, pero nunca obtuve una respuesta.

No soy tan tonta como para no saber que en la firma del spam había una referencia leve a como darse de baja de aquello. El link correspondiente llevaba a un formulario que ¡Oh! ¡que lamentable casualidad! Siempre quedaba bloqueado cuando iba a darme de baja. Probé desde varios dispositivos, y nada. Siempre, lamentables errores informáticos imposibilitaban que esa sala no usara mis datos para algo que yo no había pretendido. Todo muy poco sospechoso, o no.

Opté por marcar estos correos como “No deseados” e ignorarlos con el desagrado de las cosas tontas de la vida que una nunca logra vencer del todo. Metódicamente los borraba de su indeseable carpeta, como si empujara la enorme piedra a perpetuidad.

En estos días, en que como a casi cualquier persona que use un poco redes sociales y de cualquier tipo, he tenido la bandeja de correo saturada por los cambios en la legislación de privacidad, he dado mi permiso para que muchas instituciones, universidades, marcas de ropa, asociaciones y entidades de distinto pelaje me sigan mandando su información puntual.

Y… tal vez ahora que lo he relatado ya lo esperan, pero yo no me acordaba de mi pequeña guerra ética en la que había perdido un puñadito de batallas.

Allí estaba. La sala de marras solicitaba mi permiso para seguir enviándome información. Justicia teatral, que no poética fue mi exclamación de ¡Ja! Delante de la pantalla.

Generalmente, nos preoecupa nuestra privacidad a nivel macro. Tenemos miedo de que el Pentágono o el gobierno Ruso accedan a nuestras vidas mediante Facebook. Me gusta imaginarme a Putin con su portátil y una libretita anotando: “Serratova ayer se comió caña de chocolate en cafetería de barrio suyo… Este chica no pensar que todo queda en caderas…”

Bromas a un lado, no pensamos en la cotidianidad quebrada a diario por un uso indebido de nuestros datos. Asumimos que es normal que cualquier compañía, telefónica, aseguradora o energética, incluso esas a las que ni hemos pertenecido ni queremos pertenecer, mediante subcontrata y muchos casos de explotación laboral, nos molesten mañana, tarde y noche con sus llamadas; o que, como en este caso, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, una pequeña empresa reutilice los datos que ni siquiera le facilitamos para sus propios intereses.

Así que nada, hace días que no sé de esta gente, que tengo la bandeja de entrada más limpita e interesante, y quizás, al contrario que otras veces, hay que darle las gracias a Europa, al menos por regalarme el gran momento de justicia teatral.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...