Una vez, conocí a un caballero. Lamento decir que no he conocido a muchos en mi vida, en parte porque son una especie en extinción, y por eso puedo contar este caso específico, porque conocerlo a él era una de esas excepcionalidades que a veces, en la vida diaria, pasan como hechos cotidianos, pero no lo son, están lejos de serlo.

El caballero lo era hasta tal punto que no hubo un camarero romano que no advirtiera su condición. Recuerdo que cuando íbamos a tomar el típico gelato Tartufo en la Piazza Navona, él manifestó, sencillo y frugal, que sólo quería un cucuruchito de vainilla. Al pedírselo al camarero en mi italiano macarrónico me dijo que no podía ser, que en la terraza no se servían «helados de paseo». Cuando fuí a explicarle la contrariedad el camarero me interrumpió, preguntando si ese señor era quien quería tomarlo. Al decirle que sí, me dijo que enseguida se lo serviría, que era un caballero y que para él lo traería… Lo gracioso es que otros camareros y muchas camareras lo distinguían con el reconocimiento cortés de darle a él siempre «il conto», esto es, la dolorosa. Y cuando ya estaba algo cansado de este mérito soltó un día: Pero dejen de darme esto a mí, que yo soy pensionista. Ese era Pepe Asián, el caballero más distinguido que conocí, la persona más humilde y el hombre con mejor humor posible.

Por supuesto, era un artista. Dibujante, diseñador, vestidor, poseía la sensibilidad y disciplina necesarias para entender las cofradías como el sitio donde se va a servir y no a ser servido. Pero pese a su genialidad, su grandeza y el reconocimiento que en estos días se le ha prodigado, su labor no siempre fue adecuadamente reconocida, dolorosos casos muy cercanos a mí, incluidos.

Pero también, y por encima de todo, el caballero tenía humor e ingenio a raudales. Le encantaba contar chistes, muchos con extra de picante y en los sitios más insospechados. Ese, por suerte, también era don José Asián. Que el Cielo me perdone, pero cuando creí que iba a echarme a llorar en su funeral, me vino a la mente su «¿Te sabes el chiste ese de los albañiles que…?» Y casi tuve que morderme la lengua  para no estallar en carcajadas en plena Iglesia de San Marcos. Pepe volvía de algún lugar, del espacio o de mi cerebro, para consolarme como en aquel Pregón de las Glorias de Francis Segura, cuando acabé llorando a mares en el momento final y Pepe, me decía que me calmara, que no era para tanto, mientras se limpiaba sus propias lágrimas.

Desde ese momento, me cuesta recordar al caballero con pena; y eso que sus últimos años invitan a ello. Pero algo me impide hacerlo, porque incluso desde la silla de ruedas te contaba los cotilleos cómplices, para no perder la costumbre.

La Feria me lo recuerda especialmente, cuando, después de comer pestiños en su caseta te decía: «Bueno ¿y no vamos a bailar ni nada?».

Me llevaré siempre en el corazón esa noche que compartimos con Bejarano, cuando en un desajuste de mis flecos clamaba por algún vestidor presente en la sala y Asián replicaba: «Antonio, pónselo tú, que estás más joven».

Pepe se ha ido, el caballero, el dibujante, mi prometido, el de Los Servitas, pero como me dijo mi querido Francis la tarde de Pascua en que Asián nos dejó: «Hizo tanto por tanta gente que el Señor seguro que le tiene un sitio bueno, pero bueno de verdad».

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...