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Me costó mucho tener uno, no porque fuera un juguete excesivamente caro, 3.000 pesetas de la época, sino por convencer a mis padres. Había noticias tremendas, de niños traumatizados por la responsabilidad que creaba la mascota virtual. Y a esto había que sumarle las leyendas urbanas, que siempre empeoran las cosas, con niños que se autolesionaban, tentativas de suicidio, y todo por no poder atender a ese ser correctamente.

Por Mercedes Serrato. La cosa era tan radical, que raro me parece que no vendieran el juguetito con un test psicológico. Desde luego yo pasé una evaluación a la manera de mis padres. 

Tendría un Tamagochi a medias con mi hermano, no por cuestión económica o porque fomente valores como el compartir o el trabajo en equipo, sino para que entre los dos nos fuera más fácil cuidarlo y nos lo turnáramos. Además, juramos y perjuramos que aquello no influiría en hacer los deberes, que no nos pelearíamos por él y sobre todo, que nunca lloraríamos por nada de lo que al bichito pudiera pasarle…

Llegó el día que fuimos a esa juguetería cuya mascota es una jirafita que nunca me dio buena espina, y adquirimos el renombrado extraterrestre virtual, futuro motivo de nuestros desvelos y posible desencadenante de trastornos mentales irreparables. Por supuesto, lo compramos verde y el cómo conseguimos el dinero no lo comento, porque es otra historia…

Empezó la aventura. Nació de un huevo y comenzamos a cuidarlo, a darle de comer, vacunarlo, reñirle, jugar… Como pronto empezó el colegio, lo engañamos como a una gallina, le cambiamos la hora y dormía mientras estábamos en clase. Sabíamos que había un plan B, una nueva oportunidad si pinchabas detrás con un boli un botón escondido…

Un día nos lo olvidamos en casa. Al llegar, lo vimos volando en el cielo con estrellitas alrededor. No sé si me recordaba más a un ángel o a un murciélago asqueroso… Sin mucho trauma pinchamos y…  huevo nuevo.  Yo comencé a desinteresarme simplemente, se me pasó la novedad e imagino que  cualquier otra cosa, tal vez un libro de Christin Nostinger me llamaba más la atención.

De vez en cuando le echaba un vistazo. Mi hermano seguía con él, pero a su manera, cada dos por tres estaba pinchando en el botón escondido y tenía bicho nuevo. Ese era el trauma nuestro, ahí estaban los daños psicológicos que podrían hacer de nosotros dos suicidas infantiles.

La televisión, los reality, el boca-oreja (que también es un potente medio de comunicación) o la sociedad en general, es tendente a magnificar o exagerar cosas de mala manera. Lo mismo pasó con el microondas o el móvil, que nos matarían de cáncer, igual que el “Efecto 2000”, que iba a fundir nuestras tecnológicas vidas. Ahora parece que le toca a los sistemas de redes sociales creados por Internet; porque crear alarma da audiencia, y vende, y al fin y al cabo la gente necesita tener cosas que comentar en la cola del banco o la frutería. Tras esto, ignoro que otra cosa se convertirá en el quinto jinete del Apocalipsis; sólo creo que hay que tener muy claro algo: en esta vida, la mayoría de las cosas no son malas, son las personas las que les dan malos usos.

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Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...