El columnismo de opinión, como ya he comentado alguna vez, tiene ciertos riesgos perversos: convertir tu espacio en una necrológica extensa ensalzando a personas que nos dejan, divagar excesivamente con temas que no interesan a nadie, transformar tu columna en un piropeo y dedicatoria de familiares y amistades, pelotear o promocionar a unas y otros…

No quiero incurrir en estos errores, aunque a veces lo haga, pero en algunos casos encuentro excusas que justifican ese desvío de la senda del bien.

Ella me lee siempre, o al menos eso parece. Por una conocida común supe que su fidelidad llega a tal, que afirma que a veces la hago reír, otras llorar, pero que le da igual esa batidora emocional que le provoca este Graderío; lee esta página expuesta a todo.

A veces no valoramos a quienes tenemos cerca. Es injusto pero ocurre. Nos acostumbramos a sus defectos, virtudes, cualidades… Y es eso también lo que hace que, en ocasiones, desconozcamos facetas de las vidas de quienes nos rodean. Un día, sin saber como, descubres lo extraordinario de alguien que creías conocer.

Te sientes mal, porque debías saber eso, pero también esa sorpresa le aporta un valor añadido al descubrimiento o redescubrimiento.

Salió allí, al escenario, cuando la gala empezaba a pesarnos. Ni artificios, ni alharacas, ni autobombo en presentaciones innecesarias, ni saludos institucionales. De hecho, al comienzo no se escuchaba del todo bien, hasta que le reajustaron el micro. Al principio, pudo ser ese el mecanismo que nos enganchó; para escucharla bien, había que estar en silencio absoluto. Luego vino la rapidez de su declamación, e instantáneamente el peso ya no de cómo lo decía, sino de lo qué decía. Ensartaba fogonazos de recuerdos, de lugares comunes y privados, puntadas de verdades cómplices y sueños a medio soñar, que alguna vez soñamos también en nuestras propias almohadas. Iba vaciándose y llenándonos, con una rara calma frenética, magistral y espontánea, con la pesadez extraída directamente de las raíces de la tierra, como las buenas bailaoras cuando encaran las bulerías.

El silencio era supremo, ni toses ni notificaciones, y si las hubo, yo no las oí. Si pestañeabas, te lo podías perder. La atención, esa que según los estudios sólo es plena un contado número de minutos, permanecía pendiente de un invisible hilo entre sus palabras y la expectación del Lope de Vega. Se sucedían las calles, las aceras, los rayos solares, las personas que no están, el frío de las mañanas de Viernes Santo que ya no van a volver. Se sumaban recuerdos a sus recuerdos, se amontonaban pensamientos de toda la audiencia, y salían lágrimas involuntarias por algunos pares de ojos.

Sentimos con ella, palpitamos y recorrimos lo que quiso que recorriéramos… Y cuando quiso, nos dejó. Se fue. Terminó.

Así de simple. Se marchó del escenario y nos quedamos allí, aplaudiendo con el alma en las manos, mientras ella, me juego lo que tengo en el banco, liberaba la tensión de aquellos minutos eternos en que se había desnudado. Pienso que lloró, y de hecho, no entendería que no lo hubiera hecho. Hay muchos tipos de llanto, y este habría sido de los merecidos, de esos que no pueden juzgarse ni reprocharse porque te lo has ganado.

Los asientos seguían soportando nuestros cuerpos, pero en el ambiente había ya otra cosa, algo que ella nos había dejado, que no se podía describir, pero que allí estaba.

Eres muy grande, querida. Mucho. Quizás, más aún de lo que demuestras con tu cotidianidad guasona y cariñosa. Nunca has ocultado tus luces ni tus sombras. Si en esta tierra se sabe reír una pena, no serás tú quien tenga que aprender eso, cuanto más, enseñar a ello. No necesitas acuñar colores, los tienes todos, todos son tuyos. Los manejas igual que en la noche de hace justo siete días, manejaste  nuestras emociones de esa vida que cabe en una semana, sabiendo tú mejor que nadie, que esa semana no debe ser la vida.

Paseando de tu mano, anunciaste aquello que tanto nos empeñamos en anunciar, y que tal vez ni necesite tanta propaganda. Fuimos contigo a los barrios periféricos y las noches de radio en que la jornada se desvanece en el derretir de una cera que luego se fundirá para revivir en una luz nueva. Sentimos tu cansancio y respiramos tu alegría. Deseamos que eso que narrabas, volviera a suceder, y recordamos aquellas manos que nos peinaban cuando aún la edad nos hacía torpes.

Por todo ello, sólo se te pueden dar las gracias, porque las felicitaciones sí te las pude dar en persona.

Eres muy grande, tanto, que a veces ni se percibe, que a veces se nos olvida…

Que injusticia que ocurra eso, pero que maravilloso que nos recuerdes quien es Esther Ortego con cosas así.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...