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Cuando se destapa una estafa como la que apunta ser la llevada a cabo por los padres de Nadia Nerea, se tambalean varios cimientos de la solidaridad colectiva.

En parte, esto ocurre porque somos un país con más corazón que raciocinio, y nuestras raíces sociohistóricas nos llevan más a la caridad que a la reivindicación de derechos sociales.

Entre los casos de menores que sufren una retirada de sus progenitores, es frecuente que el motivo sea la utilización de la criatura con fines de beneficio material, esto es, que sean empleados para la mendicidad.

No nos cuesta identificar algún caso. La imagen mental suele ser inmediata; persona, generalmente mujer, con criatura en ristre pidiendo por las calles, ni que decir tiene que de nacionalidad extranjera. Y ahí suele terminar esta concepción. No identificamos la mendicidad de la gente bien vestida que se pasea por los platós de televisión. No se nos ha educado socialmente para pensar que ante problemas de este tipo, la solución pasa por la implicación de las instituciones y no por la telecaridad.

Si fuéramos capaces de comprender hasta donde llegan las implicaciones públicas, o hasta donde deberían llegar, sin asumir gratuitamente que el Estado de Derecho se desmantela a diario sin que se pueda evitar, nos habríamos ahorrado meses de telecaridad en televisiones públicas.

Por supuesto que por una hija se hace todo, pero lo primero que debe hacerse es pensar en ella. Ya desde el comienzo de la historia algo chirriaba. Antes de leer los reportajes del singular padre y su historial de estafas, en los tiempos que se nos enternecía el alma con una historia entrañable y dramática, algo fallaba.

Había un tratamiento, a veces curativo, a veces paliativo, a veces para alargar la vida de la niña… Ya lo de la incursión en lejanas cuevas ni lo comento, porque colar esa trola es de Oscar. 

Ahora que todo apunta a un largo rosario de mentiras, todo es malo, pero  ¿y antes? ¿Antes sí era lícito convertir a la niña en un mono de feria cuando la audiencia se zampaba la historia con agrado?

Hay muchísimas niñas y niños con patologías iguales y diferentes a las de este caso. Hay muchas asociaciones que trabajan día a día por sensibilizar y visibilizar problemas, a la vez que se intenta facilitar un tratamiento terapéutico que resulte lo menos lesivo para las economías familiares. Incluso, en determinados casos, estas asociaciones mantienen luchas incansables para conseguir que los poderes públicos asuman las responsabilidades que les corresponden. Por supuesto, en otros casos, se recurre a líneas benéficas y caritativas… Personalmente, no es que esto me agrade, pero intento entender que mientras se logran derechos, se pueden necesitar parches. 

También es mala suerte que este caso haga que desconfiemos por sistema en la necesidad de contribuir con las enfermedades raras. ¿Qué hacer en este estado de cosas?

Creo que lo más lógico es lo más natural. Si se quiere ayudar, hay que evaluar a conciencia cual es la mejor forma de hacerlo, lo que implicaría buscar un canal adecuado, y la forma en que se pretenda ayudar, que no tiene porqué ser de forma económica.

Pedir dinero para una hija o un hijo es un terreno demasiado pantanoso, y antes de lanzarse a ello, hay que analizar muchas cosas, incluso las posibilidades de éxito de los tratamientos experimentales en que se vuelcan esperanzas en momentos de desesperación. Pedir dinero para y con una criatura por delante no deja de ser triste, y es pernicioso eso de instrumentalizar la pena.

La caridad jamás logrará ser una solución, siempre será un parche. La mendicidad siempre será mendicidad, aunque tenga focos y cámaras. Y la mendicidad con menores en este país, es un delito, aunque a estas alturas de la vida, aún no lo tengamos claro.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...