Para hacerme menos daño, he decidido, aunque suene pretencioso, que no voy a discutir de todos los temas con todo el mundo. Es terrible llegar a esto, pero es que acabas muy cabreada, y no siempre tengo fuerzas para asumir que hay quien no quiere conformar su opinión en base a los razonamientos que deberían imponerse por lógica.

La islamofobia es un fenómeno al que ya debería estar acostumbrada, y sin embargo no lo he logrado. Me cuesta asumir esos postulados etnocéntricos, eurocéntricos e incluso androcéntricos que nos animan a no sentir ninguna responsabilidad en los procesos de radicalización, que nos invitan a culpar sin más, a odiar sin más, a etiquetar a todo el mundo bajo el mismo estigma si se atreven a defender o pedir respeto para una cultura que no es por sí misma ningún elemento bélico.

Ahora que prolifera la gente «entendida», se pone o impone la tendencia de tener una opinión, única, frontal, definida y a ser posible demoledora. Se hace necesario buscar refuerzos para los argumentos, tendenciosos en la mayoría de los casos, demagogos casi siempre, poniendo cadáveres en la mesa y sintiendo como propias las tragedias, ojo, sólo las que ocurren en Europa, y obviando que también en estas mueren personas musulmanas, más o menos practicantes.

No quieren que pensemos, no quieren admitir que haber tratado a mucha gente, inmigrantes de primera, segunda y tercera generación, como la «subciudadanía» de nuestro continente, ayuda a la radicalización de quienes ven alimentado su odio con nuestra injusticia social y política.

¿Una excusa? por supuesto que no, el odio jamás debería tener excusas; pero sí es una explicación. Nada humano podrá serme ajeno hasta el punto de no bucear en la parte más oscura que me explique cómo se ha llegado a una situación.

Hace menos de un año, tras dormirme una siesta fortuita en el autobús que me llevaba al aeropuerto que me despediría de París, desperté atontada para darme cuenta de que el conductor, que tendría más edad que mi madre, sostenía un pique con otro autobús que entraba en el parking.

Cuando rodeábamos el vehículo para ir por nuestras maletas, la pelea proseguía. Mi conductor, árabe de quien sabe que generación ya, discutía con el otro conductor, más joven, puede que de mi edad, y a juzgar por su aspecto, gabacho de pura cepa. En medio de la trifulca entendí una frase que mi cerebro tradujo automáticamente, ya no del francés al castellano, sino de la convivencia al odio: «¡Vuélvete a tu país!»

Le dijo el joven al viejo, con un odio y una rotundidad tal, que a mí misma me habría gustado irme para él a reclamar explicaciones. ¿Cuál creía que era el país del otro conductor? Probablemente, este consideraba que su país era Francia, igual que convenientemente se considera tal cosa a la hora de nacionalizar futbolistas.

Repito que no es una excusa, pero entiendo, pese a todo, que estas cosas generen rencor, hagan que se retuerzan los tornillos de la identidad, se busque un nuevo referente, ya que el contexto te niega lo que tú creías ser, y en estas, todo se malogre hasta el punto de terminar en barbarie y dolor. Lo dicho, excusa ninguna, explicación, en parte. Así que dejen de indicarme que pensar, tengo demasiadas ideas en mi cabeza como para simplificarlas con argumentos fascistas.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...