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En una noche electoral que demuestra una vez más el precipicio por el que deambula la ciencia estadística, una amiga publica en el ‘Caralibro’ que echa de menos esos tiempos de mayorías absolutas, donde te acostabas sabiendo quien te gobernaría, aunque no te gustara.

Pasé un domingo nostálgico, recordando cosas de pasadas elecciones. Sí, tengo una tendencia tan melancólica que hasta eso me sirve para sumirme en penas pasadas…

Será que por cuestiones psicosociales y también generacionales, la democracia era algo, que sin saber porqué, me fascinaba. Me refiero al lado más práctico de la cuestión, el sufragio. Estaba deseando votar, y acompañar a mis padres a que ellos lo hicieran era como una fiesta. En aquel tiempo aún había cabinas (en mi colegio electoral prácticamente han desaparecido) y me parecía increíble entrar ahí, con esos casilleros repletos de papeletas de todas las opciones.

Digo, riéndome de mi ingenuidad, que me sentí orgullosa de mi madre cuando tuvo que participar de una mesa electoral. Era como que ella formaba parte del sistema que yo admiraba. 

La primera vez que ganó Aznar me dormí llorando… También me río de eso, pero a la vez entiendo casi de forma premonitoria ese llanto de una niña que quería descifrar el mundo que condicionaba su vida y que, por más que lo intentaba, no lo lograba. Hoy día no comprendo mucho más, pero al menos ya no lloro.

La primera vez que voté, voté a Zapatero, también era la primera vez que él podía ser votado.  Siempre pienso que no volveré a votar de aquella manera, con esa ilusión…

Nunca me he saltado una cita electoral, aunque hace ya mucho que no voto al PSOE. ¿Echo de menos las mayorías absolutas que dice mi amiga? Creo que tampoco, aunque mi visión pueril e idealizada de la democracia se haya endurecido tanto a lo largo de estos años.

Recuerdo a las encuestadoras que preguntaban por tu voto nada más salir, y ya en mi tierna infancia me pareció un mal método, muy sujeto a engaños y datos irreales. El tiempo, el estudio y las evidencias no hacen más que confirmarme lo que pensaba.

Esperando mi turno para votar, se produjo algo raro con la mujer que estaba delante de mí, cuando ya estaba introduciendo su voto en la urna, o eso creía yo. Su voto no era tal, cuando alguien de la mesa se percató que el DNI que tenían era de un hombre. Con una tranquilidad pasmosa ella dijo que era de su padre, que no tenía ganas de guardar cola y estaba fuera. Debo decir que en la panadería había más cola que en aquella mesa, y pese a lo incomprensible de aquello, reclamaron que el titular del voto acudiera. Llegó el padre, tranquilo también, y la hija con algo de retranca parecía ofendida porque no la creyeran, como si votar por otra persona fuera lo más normal del planeta. ¿Sabía ese hombre que papeletas había en sus sobres? Hasta lo dudo, pero de buena gana habría cogido al señor por las solapas. Me imaginaba gritándole algún improperio,  hablándole de la democracia, de los años sin voto que en este país se han vivido, los cuales él conocería mejor que yo, y de lo impresionantemente patética que me resultaba su conducta. No hice nada de eso, claro. Voté, y me sorprendí cuando al salir escuché: «¿Qué también hay que echar el sobre rosa ese? pues yo de ese no llevo»

En uno de los primeros capítulos de la mítica serie «Aquí no hay quien viva» organizaban una fiesta en el piso de la parejita joven, y cada vez que alguien mencionaba lo de fiesta, el personaje de Roberto replicaba: «Que no, que esto no es una fiesta, es una reunión de amigos».

Con la fiesta de la democracia ha pasado algo parecido. Creímos que era una fiesta, y al llegar los resultados, constatamos que sólo era una reunión de amigos.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...