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En este país nos gustan los términos; unir un par de palabras en un concepto, al que asociamos ideologías, personajes, posiciones. Creamos «Memoria histórica» para reivindicar determinadas cuestiones de humanidad básica, y montamos una división cainita como las que aquí gustan desde que los Fenicios se apoltronaron en Cádiz.

La «Memoria histórica» es una rara pelota de tenis que bien se pasan, que bien se legisla o que sirve para agredir y despreciar. No podemos evitarlo, hay tanta maldad corriendo por nuestras venas que nada con buena intención dura inmaculado mucho tiempo por estas tierras.

Me quejaba hace semanas de la falta de alma de París, y aunque sigo suscribiendo aquello, sí haré una concesión: no tiene alma pero tiene memoria.

En esa búsqueda incesante por sus calles, intentando encontrar las trazas de mis folletines históricos, quizás encontré lo que no buscaba.

El Maráis, uno de los barrios mas encantadores de la urbe, es el laberinto petrificado de muchas memorias: la de Picasso, la de Napoleón, la de los realistas que inútilmente se opusieron a la revolución, la de los revolucionarios que tomaron la Bastilla piedra a piedra, la del alumnado de colegios e institutos que sucumbió a la ocupación nazi. Esto no es en absoluto una exclusividad del Maráis, pero si es donde se encuentra una mayor concentración. Todo tiene una placa, todo tiene una inscripción, una pequeña porción de memoria que alerta a la gente de su pasado, del que no debe repetirse, y del que debe glorificarse; sin medias tintas, llamando a cada cosa por su nombre, rememorando la vergüenza de un impasible gobierno francés en los tiempos en que la Alemania de Hitler expandía el coto de caza.

Por supuesto, no hay que olvidar jamás el final de «Con faldas y a lo loco»; absolutamente nadie es perfecto, y el país vecino también podría tener memoria en cuanto al robo y saqueo de arte que perpetraron en los tiempos de su genocida favorito. Pero esa es otra historia mucho más larga.

No olvidaré el placer de una quiche con un típico postre local en un banco de esa plaza donde los cuatro mosqueteros de Dumas, que inexplicablemente pasaron a la posteridad como tres, se batieron en duelo hasta que la amistad pudo más. Mi imaginación enajenada ponía el alma a aquel sitio, mientras las placas y memoriales me mostraban el recuerdo de las cosas que sí existieron. Y en medio de ese frescor, del ruido de las fuentes y de los niños que correteaban pensé en esto: ¿Qué tenemos nosotros? Pues eso, desmemoria y cainismo, para variar.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...