Antes de partir, antes de reservar el vuelo, antes de siquiera planearlo, yo ya sabía que París no tenía alma. Sólo quería ir allí a comprobarlo por mí misma, a confirmarlo; una forma de meter los dedos en la herida.

Siempre me pareció una ciudad artificial, no obstante, constantemente ha sucumbido al proyecto del megalómano de turno. Pero quizás, un hombre con aspiraciones de eso mismo, de megalómano, intentó venderme que París sí tenía un alma, o creó un alma para mí sin saberlo.

Alejandro Dumas. De buena gana me habría postrado ante su tumba en el panteón llorando y diciendo: «Era mentira, no queda casi nada de lo que me contaste». La tumba de Maquet aún no la tengo localizada, por cierto.
Enrique IV dijo la célebre frase de: «París bien vale una misa». Lo dijo tras años de luchas y guerras, tras renunciar a su fe protestante, tras presenciar el derramamiento de sangre de la Matanza de San Bartolomé o de que su suegra envenenara a su madre. El primer Borbón prácticamente sudó sangre para entrar en la ciudad pero yo no encontré nada de aquellas historias en esas calles.

Tenía que escudriñarme el cerebro y el alma para asemejar algo a lo leído en La reina Margot. Poco queda del Louvre donde el Duque de Guisa intentó hacerle la cama, y nada recuerda a esos puentes con casas de aquellos años, sólo puede superponerse en la imaginación una estampa de Florencia que ayude a recrear la ciudad que no existe.

Obviamente padezco un mal casi quijotesco, mis libros sorbiéronme el seso y ahora las novelas folletinescas me impiden vivir en el mundo real. Tampoco ese otro mundo mío era real del todo. En una ocasión acusaron a Dumas de que sus novelas eran tan inexactas que suponían una violación a la historia. Pero el nieto de esclavo e hijo de militar no se arredró, replicando que si el bien violaba a la historia, conseguía hacerle hermosas criaturas. Son esas las que yo persigo, las que no logro encontrar del todo.

Versalles quizás fue lo más reconfortante, y eso que D’Artagnan no llegó a vivir aquel esplendor y Gilberto vivió su decadencia. Pero allí quedaba algo, pese a las justas revoluciones, a Napoleón y los presidentes soberbios, quedaba para mí el eco de algún tiempo anterior al siglo XVIII.

Por otra parte, los turistas son el mal endémico de una ciudad creada para que cualquiera, al menos por una vez en la vida, pueda sentir que estuvo allí. Si se es lo suficientemente gilipollas, se dejará constancia de ello afeando y perjudicando un puente con un candado que previamente te venderán como si de cualquier otro souvenir se tratara.

Sería grandioso que todas esas parejas enamoradas hasta los tuétanos fueran a retirar su candadito de marras en el momento que se les acabe el amor de tanto usarlo. Gobernando todo aquel desgobierno, una gaditana. La cosa es paradójica; tanto como el paseo por un mítico cementerio que más bien podría ser el escenario de una película de terror.

Quizás la alcaldesa sería la única española con la que me habría agradado cruzarme y no con esas hordas gritonas y ridículas que dejaban planos en castellano tirados por los museos o se hacían fotos en un parque de bomberos ¿qué tienen de especial los bomberos parisinos? aún no lo sé. Pero lo peor que nuestro país podía añadirle a esta ciudad tiene cuatro letras y con ellas queda todo dicho: Wert.

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