Hay semanas que dan para mucho y otras que dan para menos. Echando la vista atrás en estos días, intento pensar en las cosas relevantes, de las que suelo extraer lo que acaba en esta ventana, pero lo dicho, hay semanas que dan para poco, al menos a mi entender.

El revolucionario de la psiquiatría, y hoy día muy denostado, Sigmund Freud dijo que en más de treinta años de investigación no había sido capaz de responder a la pregunta: ¿Qué quieren las mujeres? Debería respondérsele lo propio, lo que el útil adoctrinamiento de Amelia Valcárcel aconseja: La mitad de todo. Pero no sólo se trata de eso. Las mujeres queremos naturalidad, coherencia, respeto. Queremos algo tan lógico como que una aseguradora que tiene prejuicios contra una enfermedad tan dura como es el cáncer de mama no patrocine una carrera dedicada a apoyar la lucha contra dicha enfermedad, así, por pedir algo sencillito.

Las mujeres queremos que ser mujer no sea un obstáculo a la hora de encontrar trabajo, se tenga la edad que se tenga; y si ya dejamos de considerar la maternidad como una enfermedad terminal, mejor aún. No estaría mal que se valorara que las mujeres de más de cuarenta y cinco años tienen más experiencia y por eso es beneficioso contratarlas. Tampoco estaría mal que la maternidad no fuera un elemento de presión social sino una elección libre.

Para todo esto también sería francamente útil que otras mujeres no pusieran zancadillas porque la cosa ya es demasiado complicada por naturaleza. Esto último además de triste parece más imposible aún que otras reivindicaciones y lo peor es que puedo acusarme a mí la primera.

Esta semana tenía una boda. Sí, una de estas de toda la vida, por la Iglesia, con niñas con canastitos y toda la parafernalia. La vida me ha hecho escéptica; casarse hoy día es… es. Pero luego te paras a ver la realidad que te rodea y ¿por qué no? Podría salirles bien, podría ser una idea compatible con el siglo XXI. Tal vez el escepticismo se haya comido parte de mi sensibilidad haciéndome olvidar que es muy lícito querer casarse si se tienen todos los elementos para ello y que no se renuncia a la vida al hacerlo.

La peluquera no podía creerse que yo no hubiera mirado por internet infinitas fotos de otras mujeres con peinados diversos para elegir el mío, y allá que me puso deberes; buscar por la red de redes algunos ejemplos de lo que querría hacerme en la cabeza. Impresionante búsqueda y muy frustrante, menos mal que otras mujeres me ayudaron.

Luego vinieron las uñas, y las mascarillas, los exfoliantes y todo aquello que pudiera quitarme años o añadir horas de sueño a mi apariencia facial. Y llegó el día y las redes ya no dejan espacio para la opacidad y recibí muchos comentarios positivos a mi aspecto. Eso halaga a cualquier ser humano, la vanidad no entiende de sexos o géneros, pero en el paroxismo del piropo alguien dijo, sin la intención que yo entendí seguro, que estaba tan guapa que se enorgullecía de mí.

Orgullo… curiosa elección, orgullo… Como si hubiera un enorme mérito en elegir un vestido o unos pendientes… orgullo, como si hubiera ganado el Nobel de la Paz. Pensé en las cosas que yo había hecho últimamente que podían despertar en mí orgullo de ser la persona que soy. No entraré en detalles pero no estaba lo primero de mi lista aquello que tanto había alabado esta persona.

Y ojo, todo el mundo, y vuelvo a englobar a todos los seres humanos en esto, tenemos libertad para cuidar el físico en la medida que sea y que se nos elogie por ello, pero una cosa no puede excluir otra, no puede haber un eclipse, no puede ser tan malo que en el día a día no se usen dos correcctores de ojeras distintos o se lleve el pelo lavado y secado al aire libre. ¿Qué queremos las mujeres? Creo que no es tan complicado, queremos ser.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...