Siempre he defendido la obligación y el derecho que implica el votar. Hay quienes opinan que no votar es un derecho, cosa con la que no puedo estar de acuerdo. Participar de este sistema debe ser una obligación, al menos, moral de cada ciudadano, y no hacer nada no puede ser un derecho. La omisión del deber de socorro es un delito, y al fin y al cabo es eso, no hacer nada.
Pero debo admitir que con el momento que nos ha tocado vivir y la clase política que nos ha tocado padecer, la cosa se pone muy, pero que muy difícil.
Para empezar, es muy complicado convencer a la gente de que hay que ejercer ese derecho, que se está obligado. España en sí es un país bastante pasivo, que reacciona bien ante una pataleta puntual y que luego se desinfla a la hora de hacer algo más complejo. De hecho, resulta desolador cómo en mi círculo cercano ya son cada vez más los que no votan, aunque es más mosqueante aún escucharlos luego quejarse y pontificar… que español resulta eso también, que lógico parece ese proceder, como esos parroquianos que ven juntos el futbol en el bar de costumbre, todos con un entrenador dentro.
Y luego está el hecho de que si se está decidido a participar del sufragio universal, ¿a quién se le da la papeletita? Cada día es más complicado, cada discurso que pasa, cada foto que se hacen cuesta más encontrar alguien que no parezca que se está aprovechando o que pretende aprovecharse de todo esto. Es casi imposible pensar que alguien tiene ganas y capacidad de trabajo, que alguien será honrado y tendrá una auténtica vocación de servicio.
Lo peor de esto es que, mientras escribo, repaso mentalmente políticos, nombres, partidos, hechos, sueldos… y no, no encuentro por dónde coger a ninguno. Acabaré haciendo una lista de puntos negativos y votaré en las próximas elecciones a quien menos negativos saque. Ardua tarea me espera con la que tenemos encima.