Es curioso, y muy triste, pensar cómo a veces nos acostumbramos a ciertas cosas, no precisamente buenas.

Recuerdo cómo siendo muy niña mi madre me contaba, como algo rutinario, que cuando ella llegaba a su trabajo en la Expo tenía que pasar varios controles. Y, con un palito que tenía un espejo en el extremo, miraban bajo el coche, por si tenía algo indeseable allí adherido. En aquella época, el marido de una compañera de trabajo, comisario de policía él, arrancaba por las mañanas todos los coches de su casa, y daba con ellos una vuelta a la urbanización por si acaso se trataba de un dispositivo que tardaba más tiempo en actuar. No es que viviéramos atemorizados, pero eran cosas que estaban ahí.

Llegó después la muerte de Alberto Giménez Becerril y Ascensión García, y la de Muñoz Cariñano. Ya nuestros padres nos habían aleccionado para no ser confiados si veíamos una mochila abandonada, cualquier paquete fuera de lugar… Incluso Carlos Herrera tuvo la providencial desconfianza ante una caja de puros que resultó ser un regalo bastante desagradable. Hace poco me contó un amigo un incidente que acabó en algo cómico, cuando una familia se olvidó una fiambrera en la puerta de su casa y cundió la alarma, hasta que los artificieros constataron que eran unos filetes empanados que se habían dejado olvidados.

Y, sin darnos cuenta, más de una generación de este país creció con recelo, temor, odio a quienes disparaban por la espalda y compasión hacia todos aquellos que perdían a un compañero, un amigo, un padre o un hijo. Es terrible pensarlo, pero nos acostumbramos a una presencia inmaterial, siempre ahí, capaz de manifestarse en cualquier momento con consecuencias fatales; o recordándonos que seguían al acecho, como aquellas mascotas que se colaron en la ceremonia inaugural del Mundial de Atletismo.

Vinieron treguas, poco creíbles a veces, excusas para el rearme, intentos de conseguir indultos o reagrupar presos.

Y ahora parece que todo finalmente acaba, y la sensación es más rara aún. Personalmente, viendo cómo estaba ETA en los últimos tiempos, me da la sensación de que es uno de esos casos de “se traspasa por no poder atender”, porque aunque parezca un poco frívola, la sensación que me queda es ésta.

Leí hace tiempo unas declaraciones de Rubalcaba en las que afirmaba que a ETA la cerrarían los viejos, porque los jóvenes no estaban preparados. Y no andaba desencaminado según parece.

Me ha chocado que sigan encapuchados, pese a que ahora nada debería ocultarse. Todos participaremos del mismo juego democrático. Pero no sé, puede que sea desconfianza por mi parte, o recelo…

No me fío, y tampoco creo que se pueda hacer así de fácil borrón y cuenta nueva. Atrás queda destrucción y mucho dolor, atrás quedan los GAL, las extorsiones, los secuestros, las muertes y los daños irreparables que la sinrazón y las armas propiciaron.

Por eso hoy, que deberíamos celebrar el triunfo de la Democracia sobre la violencia, o del raciocinio sobre el desgaste, yo me siento rara, como si no supiera borrar las precauciones con las que nos educaron, como si una parte de mi cerebro nunca pudiera dejar de pensar que la sombra de esa maléfica serpiente sigue ahí.

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Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...